sábado, 6 de octubre de 2007

Voces griegas (y latinas) desde Castellón (II)

En nuestra anterior entrada, primer capítulo de esta serie, explicábamos el propósito de esta nueva tanda de modestas aportaciones al blogosférico universo. En este segundo, iniciamos ya éstas, entre las cuales haremos nuestras propias reflexiones.
Allá vamos. Comenzaremos con algo divertido y, en cierto modo, exagerado. Son los pequeños retratos que Teofrasto hiciera sobre diferentes caracteres de los seres humanos. De su lectura podemos extraer conclusiones interesantes y, de seguro, que en alguno de los caracteres veremos retratado a alguna persona conocida, o con la que en cierta ocasión, tratamos. Es posible incluso, que, en algún aspecto de algún carácter, nos veamos un poquito identificados.
En primer lugar ofrecemos fragmentos de la introducción a la obra citada, que se ofrece en compañía de las cartas de parásitos y cortesanas de Alcifrón, que hace Elisa Ruiz García en la edición de Gredos:
A nuestro modo de ver, el libro de los Caracteres no es otra cosa que una pieza más de esa espléndida maquinaria intelectual que fue el sistema filosófico ideado por el Estagirita (Aristóteles). La obra que comentamos es una mímesis de los defectos – que no de los vicios – que aquejan frecuentemente a la gente mediocre y carente de formación. Las descripciones están realizadas con ese don de la eutrapelia que caracteriza al hombre de ingenio. Gracias a ello se pone en funcionamiento el sutil mecanismo de la risa. La sola presencia de esta manifestación anímica arrastrará consigo los benéficos efluvios ya analizados, permitiendo que surta efecto la intención próxima de la paideía (παιδεία) y su objetivo final de la philantropía (φιλανθρωπία)…
Algo de todo ello queda plasmado en esos esbozos magistrales (el adjetivo se refiere al contenido de los testimonios que son un modelo de fina observación psicológica, sutil ironía y capacidad de concreción; desde el punto de vista de la calidad de la prosa dejan mucho que desear), en los que despacha de un plumazo – apenas una treintena de líneas - el retrato acabado de una forma de ser. Todavía hoy sus descripciones tienen plena vigencia, pues ha sabido captar lo que es esencial y, al mismo tiempo, pertinente en cada tipo psicológico. Buena prueba de su lucidez e inteligencia es la vía narrativa y el tono discursivo empleados. No se trata de sesudas reflexiones o de exquisitas disquisiciones sobre la condición humana en la estricta línea de la investigación aristotélica, sino de una bocanada de humor sano y reconfortante sobre los defectos inherentes a nuestra calidad de seres racionales. La lectura de estos breves capítulos produce un efecto catártico sobre nuestra propia conducta y acrecienta la capacidad de comprensión y de ternura hacia el prójimo y sus debilidades. No hay una visión inmisericorde de nuestros errores ni una actitud punitiva o moralizadora, tan sólo un dibujo hecho con finos trazos e intención caricaturizante.
Hasta aquí algo de lo que podemos leer en la introducción, realmente interesante, de Elisa Ruiz. Concluimos con otro fragmento de esa introducción:
El término griego kharaktēr (χαρακτήρ) servía originariamente para designar el instrumento que deja una huella o graba, por ejemplo, el troquel y, también, el efecto de esta acción, esto es, la impronta marcada. Un uso metafórico del vocablo lo llevó a significar “señal”, “distintivo”. Probablemente bajo esta acepción lo utilizó Teofrasto, quien, tal vez, introdujo la novedad de aplicarlo al alma humana. Según P. Steinmetz, el plural que figura como título de la obra estaría justificado por ser una denominación genérica, algo así como “rasgos”.

Los 30 caracteres que describe Teofrasto son:

  1. Del fingimiento.
  2. De la adulación.
  3. De la charlatanería.
  4. De la rusticidad.
  5. De la oficiosidad.
  6. De la desvergüenza.
  7. De la locuacidad.
  8. De la novelería.
  9. De la gorronería.
  10. De la sordidez.
  11. Del gamberrismo.
  12. De la inoportunidad.
  13. Del entrometimiento.
  14. De la torpeza.
  15. De la grosería.
  16. De la superstición.
  17. De la insatisfacción de su propia suerte.
  18. De la desconfianza.
  19. De la guarrería.
  20. De la impertinencia.
  21. De la vanidad.
  22. De la tacañería.
  23. De la manía de grandezas.
  24. De la altanería.
  25. De la cobardía.
  26. De la oligarquía.
  27. Del afán tardío de educación.
  28. De la maledicencia.
  29. De la afición a la maldad.
  30. De la codicia

Probablemente haya quien no vea relación entre la introducción que ofrecíamos en la anterior entrada y la obra con la que iniciamos los textos clásicos que tratan sobre las relaciones humanas. Nosotros creemos que hay que tener claro que los seres humanos están caracterizados por una serie de distintivos o marcas (caracteres) que los hacen especiales y únicos. Es cierto que podemos englobar en determinado carácter a un grupo grande de personas; mejor expresado, hay personas de caracteres muy afines. El carácter indudablemente nos modela y, a veces, es un impedimento, o una ventaja, para nuestras relaciones. Alguien dirá, con razón, que un ser humano es algo único e irrepetible, y es cierto, pero no se nos escapa que determinado número de individuos responden a unos distintivos o marcas comunes.
De todos estos caracteres que presenta Teofrasto ofreceremos aquéllos que consideramos más frecuentes, que son más graciosos o que se acercan al de algunas personas con las que, de seguro, hemos tratado. Evidentemente, los lectores deberán cambiar las circunstancias y situaciones de la Grecia antigua por situaciones de la actualidad y entender que hay cierto grado de hipérbole en la descripción teofrástica. Asimismo, a buen seguro que nuestras mentes sabrán establecer comparaciones entre las situaciones o ejemplos que describe Teofrasto sobre cada carácter y los que se puedan producir hoy en día.
Del primer ejemplo que aportamos, seguro que conocemos alguna persona. No es un rasgo raro o insólito entre las personas. También es interesante destacar que conocer los caracteres-tipo de ciertos individuos nos permite saber tratarlos mejor, con más conocimiento de causa.
Veamos ya qué es un charlatán.
De la charlatanería.
La charlatanería es una propensión a hablar mucho y fuera de propósito. El charlatán es un individuo capaz de sentarse al lado de alguien a quien no conoce y, para empezar, le hace el canto de su propia esposa; luego, le cuenta lo que ha soñado la noche anterior; después, describe con todo lujo de detalles lo que tuvo para cenar. A continuación, pasando de un tema a otro, afirma que los hombres de hoy son mucho peores que los de antaño, y que el trigo en el mercado está a muy buen precio, y que hay una gran afluencia de extranjeros, y que a partir de las Dionisias el mar es de nuevo navegable, y que si Zeus mandara más lluvia, mejoraría la situación del campo, y lo que cultivará en su tierra el año próximo, y que la vida está difícil, y que Damipo ha consagrado una antorcha grandísima en los Misterios, y cuántas son las columnas del Odeón, y “Ayer vomité” y “¿Qué día es hoy?”. Si se le aguanta, él no ceja: “en el mes de Boedromión se celebran los Misterios; en el de Pianepsión, las Apaturias, y en el de Posideón, las Dionisias rurales”.
[Es preciso huir a todo meter de tales individuos, si se quiere evitar una calentura. Pues resulta trabajoso pararle los pies a los que no distinguen entre la actividad y el ocio]

Hay personas que decimos que tienen el don de la inoportunidad. Todos sabemos a qué nos referimos. Teofrasto exagera un poco, pero los ejemplos que pone son bastante próximos (mutatis mutandis, claro está).
De la inoportunidad.
La inoportunidad es una intervención extemporánea que perturba a las personas de nuestro entorno. El inoportuno actúa de la forma siguiente. Se acerca a hacerle sus confidencias a alguien, cuando precisamente está ocupado. Intenta cortejar a su amada, en una ocasión en que ella está con fiebre. Va a pedirle que sea su fiador a un individuo que acaba de ser condenado por un asunto de garantías. Se presenta como testigo de una causa que ya ha sido juzgada. Invitado a una boda, pronunciará duras acusaciones contra el sexo femenino. Al que acaba de llegar de una larga caminata, le propondrá dar un paseo. Asimismo, es capaz de traerle un comprador que ofrece más a quien ha cerrado un trato, y de levantarse y explicar todo desde el principio a los que ya tienen noticias y están al cabo del asunto. Pone todo su empeño en prestar unas atenciones que el interesado no desea, pero que, por pudor, no sabe rehusar. Cuando unas personas están celebrando un banquete, tras un sacrificio, se presenta para reclamar unos intereses. Si delante de él se azota a un esclavo, él explicará que en una ocasión un criado suyo se ahorcó después de un castigo similar. En el caso de que actúe de árbitro en un litigio, incita a las partes contendientes, a pesar de que ambas deseen una conciliación. Y arrastra a bailar a alguien que no está bajo los efectos del vino.
Todos conocemos personas groseras. El diccionario de la RAEL define así “grosero”: basto, ordinario y sin arte // descortés, que no observa decoro ni urbanidad.
De éstos hay muchos.
De la grosería.
La grosería es una tosquedad en el trato que se manifiesta verbalmente. El grosero, si alguien le pregunta: “¿Dónde está Fulano?”, replica: “Y a mí que me importa.” Cuando se le saluda, no contesta. Si vende algo, no dice a sus compradores el precio que pide, sino que inquiere cuáles son las pretensiones del cliente. A los que le dan muestras de estima y le envían algún obsequio con motivo de las fiestas, él objeta que no le resultará regalado. Es incapaz de perdonar a quien le mancha, le empuja o le pisa involuntariamente. Al amigo que le pide su contribución en un préstamo, primero se la niega, y luego, se presenta con ella, afirmando que se trata de un dinero perdido. Si da un tropezón en el camino, se pone a maldecir la piedra. No consiente aguardar a alguien por mucho tiempo. Tampoco accede a cantar, recitar o bailar. E, incluso, se atreve a no implorar a los dioses.
El impertinente, dice la RAE, es aquél excesivamente susceptible; que muestra desagrado por todo, y pide o hace cosas que son fuera de propósito.
Voy a contar algo que me ocurrió este verano con una persona a la que califico de impertinente.
Aeropuerto de Schiphol en Amsterdam. Vengo de un vuelo desde Budapest y debo conectar con otro de KLM Amsterdam-Madrid. Vamos con retraso, muy justos de tiempo para coger la conexión. Buscamos la puerta de embarque e iniciamos un largo recorrido por el aeropuerto siguiendo la estela de los paneles luminosos amarillos. Llegamos a un control de pasaportes. Los nervios, las prisas, la necesidad de asegurarse o de confirmarse en lo que se sabe, me hacen preguntar, en mi pésimo inglés, a la moza holandesa, funcionaria de aduanas, si por allí vamos a la puerta D28. Era una pregunta casi retórica, hecha para escuchar un tranquilizador, y también esperado, sí. La señorita, en efecto, pudiera haber dicho simplemente: “sí, señor = Yes, sir”. Pues no. Me pregunta en inglés: ¿Usted que piensa? ¿Usted ve el cartel luminoso? ¿Qué pone allí? Y no sé qué más. Todo esto con un tono y una cara de auténtica IMPERTINENTE. Me quedé con ganas de decirle algo feo en valenciano, pero me aguanté. Esta persona demostró unas nefastas condiciones para trabajar cara al público y un don de gentes, como suele decirse, a la altura del betún. Me pasé todo el viaje de vuelta a Madrid en avión y a Castellón en coche pensando en ello. Me provocó un malestar durante unos días, hasta que di con este texto de Teofrasto y me dije: “aquí está”, sobre todo por la frase:” Entretiene a los que están a punto de embarcarse”; esta chica es una impertinente, o al menos a mí me lo pareció.
De la impertinencia.
La impertinencia es, en lo que a tañe a su definición, una forma de trato que, sin dañar, causa fastidio. El impertinente es un individuo capaz de ir y despertar a uno que acaba de dormirse para hablar con él. Entretiene a los que están a punto de embarcarse, y, en cambio, si vienen a visitarle, pide que aguarden hasta que vuelva del paseo. A la nodriza le quita el niño de los brazos y le da de comer masticándole él mismo los alimentos, y, al tiempo que lo besuquea, utiliza diminutivos cariñosos y lo llama “bribonada de su abuelo”. Mientras come, cuenta que ha evacuado por arriba y por abajo gracias al eléboro, que ha bebido, y que en sus deposiciones la bilis era más negra que la sopa que está sobre la mesa. No le importa preguntar en presencia del servicio: “Dime, mamá, ¿qué día era cuando tuviste los dolores y me pariste?” Afirma que en su casa el agua está fría gracias a un depósito; que su huerto produce verduras de todas clases y muy tiernas; que su cocinero tiene muy buena mano; que su vivienda se asemeja a un albergue, pues siempre está llena, y que sus amigos son como una vasija agujereada, ya que no consigue hartarlos, a pesar de sus buenos oficios. Cuando actúa de anfitrión, le ensalza a su compañero de mesa los méritos de su parásito, y, al tiempo, que los invita a beber, les declara que ha preparado una grata sorpresa a los comensales y que, si así lo desean, el esclavo irá a buscarla a casa del proxeneta para que “Todos oigamos su música y disfrutemos.”
Y con el impertinente concluimos el pequeño desfile de caracteres teofrásticos.
La intención de este segundo capítulo:
· tener claro que las personas tienen unas características, según las cuales, se pueden agrupar (siendo, no obstante, únicas e irrepetibles, y dotadas de intrínseca dignidad).
· aprender a tratar a las personas a partir del conocimiento de estos caracteres, huyendo, eso sí, siempre de los prejuicios, los estereotipos y las imágenes preconcebidas. Pensamos que no debemos confundir prejuicio o estereotipo con carácter, característica.
· Es decir, cuanto más conozcamos al ser humano mejor podremos interconectar, relacionarnos y comunicarnos con él.

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