Después de algunas semanas de silencio blogosférico, retomamos nuestro repaso a algunos textos clásicos que tratan sobre el delfín.
Antes, no obstante, un recuerdo para los muertos y los afectados en el terrible terremoto de Perú. Justamente hace un año, más concretamente el 16 de agosto de 2006, recorría la carretera Panamericana desde Lima a Ica, pasando por ciudades como Chincha Alta, San Vicente de Cañete, Pisco o Paracas. Si de aquel país me impresionó la pobreza (en esta zona los campesinos “ocupan” parcelas de desierto a la izquierda de la carretera, dirección sur, - a la derecha está el Pacífico -), este seísmo ha venido a agravar la situación de miles de ciudadanos de este hermoso país que viven en la miseria. Desde la misma carretera podíamos ver, en las afueras de Lima Sur, verdaderas ciudades de chabolas, carentes, supongo, de todo tipo de medios que hagan la vida digna.
En Paracas embarcamos en una lancha, rumbo a las islas Ballestas, reserva natural con millones de aves (gaviotas, pelícanos, etc.) y con numerosos leones marinos y pingüinos. En la vuelta a la costa nos escoltó un grupo de juguetones delfines. Por cierto, hoy 23 de agosto es Santa Rosa de Lima, patrona del Perú, de América y de Filipinas. Ilustramos esta entrada con fotos de Paracas y las Ballestas.
Hecho este paréntesis, volvemos a nuestro asunto.
Tras la historia del delfín del lago Lucrito, recordada en el anterior capítulo, Plinio nos relata otros casos de amistad entre delfines y niños o, seres humanos en general, entre ellas la ya comentada de Arión de Metimna. Se trata del final del capítulo 26 y los capítulos 27 y 28 del libro IX de su Historia Natural:
En la ciudad de Jaso (situada en la costa suroccidental de Asia Menor, entre las penínsulas de Mileto y Halicarnaso) se recuerda otra historia semejante, anterior a ésta, relacionada con un niño: 27 durante mucho tiempo un delfín dio muestras de afecto hacia él, hasta que, por seguirlo afanosamente mientras se alejaba hacia la orilla, murió varado en la arena. Alejandro Magno puso a este niño al frente de los sacerdotes de Neptuno, en Babilonia, porque interpretó que ese amor era un presagio favorable. Cuenta Hegesidemo que en la misma ciudad de Jaso otro niño llamado Hermias que cabalgaba por el mar de forma semejante, murió ahogado entre las olas de una tempestad repentina que se lo llevó; el delfín, considerándose culpable de su muerte, no volvió al mar y murió en la playa. 28. Teofrasto cuenta que esto sucedió también en Naupacto. Y no son casos aislados: las mismas historias de niños y delfines cuentan en Anfiloquia y Tarento. Todo esto hace creíble la del citaredo Arión: mientras unos marineros se disponían a matarlo para arrebatarle sus ganancias, los convenció con ruegos de que antes le permitiesen tocar la cítara; y cuando los delfines acudieron atraídos por la música, se arrojó al mar y fue recogido por uno de ellos y llevado a la costa de Ténaro.
Es conveniente que reproduzcamos la versión que da Claudio Eliano del episodio del delfín y el niño de Jaso:
No me parece lícito dejar en el olvido el amor que, en Jaso, dispensaba un delfín a un hermoso muchacho y que, desde antiguo, se viene celebrando. Debo, por lo tanto, recordarlo.
El gimnasio de la ciudad está situado a orillas del mar. Los efebos se dirigen a él y, según una costumbre antigua, se bañan allí después de practicar sus carreras y de luchar en la arena. Un delfín amaba con amor apasionado a uno de los nadadores de belleza sobresaliente. Al principio, al acercarse al muchacho, sentía éste temor y sobresalto, pero después, con la costumbre, el muchacho llegó a sentir un cálido sentimiento de amistad y simpatía hacia el delfín. Comenzaron a jugar el uno con el otro y, unas veces, competían nadando el uno junto al otro y, otras veces, montándose el muchacho, como un jinete en su caballo, era conducido ufano a lomos de su amante.
Y el pueblo de Jaso y los extranjeros se llenaban de admiración ante el suceso. Porque el delfín bogaba en un largo trecho del mar con su amante en el lomo y el tiempo que al jinete le apetecía. Luego daba la vuelta y lo dejaba cerca de la playa y, despidiéndose el uno del otro, el delfín se adelantaba en el mar y el muchacho iba a su casa. El delfín aparecía a la hora en que cesaban las actividades gimnásticas y el muchacho se alegraba de encontrar a su amigo que lo estaba esperando y de jugar con él, y, además de su natural belleza, suscitaba la admiración de todos, el que no sólo a los hombres, sino también a los irracionales apréciales el muchacho de extraordinaria amabilidad.
Mas no pasó mucho tiempo sin que este mutuo afecto sucumbiese a causa de la envidia (de los cielos). En efecto, el niño, que había hecho ejercicios demasiado violentos, agotado de cansancio, se echó boca abajo sobre su cabalgadura y, como la espina que el animal tiene en el lomo estaba erecta, rasgó ésta el ombligo del lindo muchacho. Se le rompieron algunas venas, la sangre comenzó a fluir copiosamente y la criatura murió allí mismo. Dándose cuenta el delfín de lo sucedido por el peso (que lo sentía inusualmente aumentado, ya que la truncada respiración no podía aligerarlo) y viendo la superficie del agua enrojecida de sangre, se cercioró de lo ocurrido y no quiso sobrevivir a su amante. Y, así, con todo el ímpetu de un navío que se desliza a través de rugientes olas, se dirigió a la playa, en donde quedó voluntariamente varado, llevando en su lomo el cuerpo muerto. Y allí yacían los dos: el muchacho muerto y el delfín exhalando el último aliento.
Pero Layo, amigo Eurípides, no se comportó así con Crisipo, si bien fue el primero entre los helenos, como tú dices y la fama pregona, en introducir el amor entre efebos.
Las gentes de Jaso, para recompensar la profunda amistad entre los dos, construyeron una tumba común para el agraciado muchacho y para el amoroso delfín y pusieron sobre ella una estela. Y en ella estaba representado un precioso niño cabalgando sobre un delfín. Acuñaron también una moneda de plata y bronce, en la que grabaron el infortunio de ambos y, al conmemorar así lo sucedido, rendían también homenaje a la intervención de dios tan poderoso.
Me he enterado de que también en Alejandría, durante el reinado de Tolomeo II, un delfín se enamoró de manera parecida, y lo mismo sucedió en Dicearquía de Italia. Lo cual, de haberlo conocido Heródoto, creo que no lo hubiera admirado menos que lo sucedido a Arión de Metimna.
Otra virtud atribuida a los delfines es la gratitud. Así nos lo corrobora esta otra anécdota de Claudio Eliano (VIII, 3):
Los delfines son más celosos que los hombres en mostrar su gratitud y no son constreñidos por la costumbre persa que alaba Jenofonte (Ciropedia I, 2, 7). Lo que voy a contar es lo siguiente. Un hombre llamado Cérano, pario de nación, dio dinero, a manera de rescate, a unos pescadores de Bizancio para que dejaran libres a unos delfines que habían caído en la red. Y a esta acción los delfines correspondieron agradecidos. En efecto, navegaba, en cierta ocasión, en una pentecóntora - según se dice – que llevaba a bordo a algunos milesios, y en el estrecho que hay entrey Paros volcó la nave, pereciendo todos menos Cérano, al que salvaron unos delfines, devolviendo así el beneficio que anteriormente habían recibido del personaje. Y en el lugar en que depositaron a éste, después de transportarlo a nado sobre sus lomos, hay un promontorio con una roca que forma una caverna. Y el lugar se llama Ceráneo.
Algún tiempo después murió Cérano y lo incineraron cerca del mar. Cuando los delfines se enteraron del lugar de la incineración acudieron todos en grupo, como si fueran a un funeral, y, mientras se mantuvo vivo el fuego de la pira, permanecieron junto al cadáver como un amigo junto a otro amigo. Y cuando se hubo extinguido el fuego, se retiraron a nado.
Los hombres, en cambio, tributan honras a los hombres mientras viven, son ricos y parece sonreírles la fortuna, pero se alejan de ellos cuando están muertos o son desgraciados, para no tener que pagarles los beneficios recibidos de ellos.
Con esta especie de moraleja final, por desgracia cierta en muchos casos, finalizamos nuestra cuarta y penúltima entrega sobre los delfines, que coincide con una triste noticia sobre la caza de estos simpáticos cetáceos.
Antes, no obstante, un recuerdo para los muertos y los afectados en el terrible terremoto de Perú. Justamente hace un año, más concretamente el 16 de agosto de 2006, recorría la carretera Panamericana desde Lima a Ica, pasando por ciudades como Chincha Alta, San Vicente de Cañete, Pisco o Paracas. Si de aquel país me impresionó la pobreza (en esta zona los campesinos “ocupan” parcelas de desierto a la izquierda de la carretera, dirección sur, - a la derecha está el Pacífico -), este seísmo ha venido a agravar la situación de miles de ciudadanos de este hermoso país que viven en la miseria. Desde la misma carretera podíamos ver, en las afueras de Lima Sur, verdaderas ciudades de chabolas, carentes, supongo, de todo tipo de medios que hagan la vida digna.
En Paracas embarcamos en una lancha, rumbo a las islas Ballestas, reserva natural con millones de aves (gaviotas, pelícanos, etc.) y con numerosos leones marinos y pingüinos. En la vuelta a la costa nos escoltó un grupo de juguetones delfines. Por cierto, hoy 23 de agosto es Santa Rosa de Lima, patrona del Perú, de América y de Filipinas. Ilustramos esta entrada con fotos de Paracas y las Ballestas.
Hecho este paréntesis, volvemos a nuestro asunto.
Tras la historia del delfín del lago Lucrito, recordada en el anterior capítulo, Plinio nos relata otros casos de amistad entre delfines y niños o, seres humanos en general, entre ellas la ya comentada de Arión de Metimna. Se trata del final del capítulo 26 y los capítulos 27 y 28 del libro IX de su Historia Natural:
En la ciudad de Jaso (situada en la costa suroccidental de Asia Menor, entre las penínsulas de Mileto y Halicarnaso) se recuerda otra historia semejante, anterior a ésta, relacionada con un niño: 27 durante mucho tiempo un delfín dio muestras de afecto hacia él, hasta que, por seguirlo afanosamente mientras se alejaba hacia la orilla, murió varado en la arena. Alejandro Magno puso a este niño al frente de los sacerdotes de Neptuno, en Babilonia, porque interpretó que ese amor era un presagio favorable. Cuenta Hegesidemo que en la misma ciudad de Jaso otro niño llamado Hermias que cabalgaba por el mar de forma semejante, murió ahogado entre las olas de una tempestad repentina que se lo llevó; el delfín, considerándose culpable de su muerte, no volvió al mar y murió en la playa. 28. Teofrasto cuenta que esto sucedió también en Naupacto. Y no son casos aislados: las mismas historias de niños y delfines cuentan en Anfiloquia y Tarento. Todo esto hace creíble la del citaredo Arión: mientras unos marineros se disponían a matarlo para arrebatarle sus ganancias, los convenció con ruegos de que antes le permitiesen tocar la cítara; y cuando los delfines acudieron atraídos por la música, se arrojó al mar y fue recogido por uno de ellos y llevado a la costa de Ténaro.
Es conveniente que reproduzcamos la versión que da Claudio Eliano del episodio del delfín y el niño de Jaso:
No me parece lícito dejar en el olvido el amor que, en Jaso, dispensaba un delfín a un hermoso muchacho y que, desde antiguo, se viene celebrando. Debo, por lo tanto, recordarlo.
El gimnasio de la ciudad está situado a orillas del mar. Los efebos se dirigen a él y, según una costumbre antigua, se bañan allí después de practicar sus carreras y de luchar en la arena. Un delfín amaba con amor apasionado a uno de los nadadores de belleza sobresaliente. Al principio, al acercarse al muchacho, sentía éste temor y sobresalto, pero después, con la costumbre, el muchacho llegó a sentir un cálido sentimiento de amistad y simpatía hacia el delfín. Comenzaron a jugar el uno con el otro y, unas veces, competían nadando el uno junto al otro y, otras veces, montándose el muchacho, como un jinete en su caballo, era conducido ufano a lomos de su amante.
Y el pueblo de Jaso y los extranjeros se llenaban de admiración ante el suceso. Porque el delfín bogaba en un largo trecho del mar con su amante en el lomo y el tiempo que al jinete le apetecía. Luego daba la vuelta y lo dejaba cerca de la playa y, despidiéndose el uno del otro, el delfín se adelantaba en el mar y el muchacho iba a su casa. El delfín aparecía a la hora en que cesaban las actividades gimnásticas y el muchacho se alegraba de encontrar a su amigo que lo estaba esperando y de jugar con él, y, además de su natural belleza, suscitaba la admiración de todos, el que no sólo a los hombres, sino también a los irracionales apréciales el muchacho de extraordinaria amabilidad.
Mas no pasó mucho tiempo sin que este mutuo afecto sucumbiese a causa de la envidia (de los cielos). En efecto, el niño, que había hecho ejercicios demasiado violentos, agotado de cansancio, se echó boca abajo sobre su cabalgadura y, como la espina que el animal tiene en el lomo estaba erecta, rasgó ésta el ombligo del lindo muchacho. Se le rompieron algunas venas, la sangre comenzó a fluir copiosamente y la criatura murió allí mismo. Dándose cuenta el delfín de lo sucedido por el peso (que lo sentía inusualmente aumentado, ya que la truncada respiración no podía aligerarlo) y viendo la superficie del agua enrojecida de sangre, se cercioró de lo ocurrido y no quiso sobrevivir a su amante. Y, así, con todo el ímpetu de un navío que se desliza a través de rugientes olas, se dirigió a la playa, en donde quedó voluntariamente varado, llevando en su lomo el cuerpo muerto. Y allí yacían los dos: el muchacho muerto y el delfín exhalando el último aliento.
Pero Layo, amigo Eurípides, no se comportó así con Crisipo, si bien fue el primero entre los helenos, como tú dices y la fama pregona, en introducir el amor entre efebos.
Las gentes de Jaso, para recompensar la profunda amistad entre los dos, construyeron una tumba común para el agraciado muchacho y para el amoroso delfín y pusieron sobre ella una estela. Y en ella estaba representado un precioso niño cabalgando sobre un delfín. Acuñaron también una moneda de plata y bronce, en la que grabaron el infortunio de ambos y, al conmemorar así lo sucedido, rendían también homenaje a la intervención de dios tan poderoso.
Me he enterado de que también en Alejandría, durante el reinado de Tolomeo II, un delfín se enamoró de manera parecida, y lo mismo sucedió en Dicearquía de Italia. Lo cual, de haberlo conocido Heródoto, creo que no lo hubiera admirado menos que lo sucedido a Arión de Metimna.
Otra virtud atribuida a los delfines es la gratitud. Así nos lo corrobora esta otra anécdota de Claudio Eliano (VIII, 3):
Los delfines son más celosos que los hombres en mostrar su gratitud y no son constreñidos por la costumbre persa que alaba Jenofonte (Ciropedia I, 2, 7). Lo que voy a contar es lo siguiente. Un hombre llamado Cérano, pario de nación, dio dinero, a manera de rescate, a unos pescadores de Bizancio para que dejaran libres a unos delfines que habían caído en la red. Y a esta acción los delfines correspondieron agradecidos. En efecto, navegaba, en cierta ocasión, en una pentecóntora - según se dice – que llevaba a bordo a algunos milesios, y en el estrecho que hay entre
Algún tiempo después murió Cérano y lo incineraron cerca del mar. Cuando los delfines se enteraron del lugar de la incineración acudieron todos en grupo, como si fueran a un funeral, y, mientras se mantuvo vivo el fuego de la pira, permanecieron junto al cadáver como un amigo junto a otro amigo. Y cuando se hubo extinguido el fuego, se retiraron a nado.
Los hombres, en cambio, tributan honras a los hombres mientras viven, son ricos y parece sonreírles la fortuna, pero se alejan de ellos cuando están muertos o son desgraciados, para no tener que pagarles los beneficios recibidos de ellos.
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