jueves, 19 de julio de 2007

Delfines en selectividad (III)

No estamos publicando al ritmo que nos gustaría los capítulos de esta serie dedicada a la presencia del delfín en algunos autores clásicos griegos y latinos.
El verano, con el calor que impide la concentración, y también el cansancio de todo un año, hace que estemos un poco remisos a sentarnos ante el ordenador y teclear nuestras modestas aportaciones. Por eso, a partir de ahora, las entradas se publicarán con mayor separación en el tiempo.
En nuestro seguimiento de los textos clásicos que hablan de delfines, y que iniciamos a propósito de un texto de Plinio el Viejo que salió como Opción B en el examen de Latín II de las Pruebas de Acceso a la Universidad, del Sistema Universitario Valenciano, hemos hecho referencia a autores como el propio Plinio, Heródoto, Píndaro, Eurípides o Luciano.
Otro autor que ofrece numerosas anécdotas de delfines es Claudio Eliano.
En el libro I, capítulo 18, de su Historia de los animales, también conocido como De natura animalium, nos habla del instinto maternal del delfín hembra:
Se admiran los hombres del amor que las mujeres sienten por sus hijos; mas yo veo que madres, cuyos hijos o hijas murieron, continúan viviendo y, con el tiempo, se olvidan de sus sufrimientos, desaparecido ya el dolor. Por el contrario, el delfín hembra excede a todos los animales en el amor a su prole. Pare dos *** y cuando el pescador hiere a un hijo suyo con el arpón o le alcanza con la punta de un dardo ***. El dardo en la parte superior tiene un agujero y una larga cuerda lo traspasa, mientras que la punta, hundiéndose, hace presa en el cetáceo. Y mientras el delfín herido conserva su vigor, el pescador afloja la cuerda para que aquél no pueda romperla a causa de su violencia y para que a él mismo no le sobrevengan dos infortunios, a saber, que el delfín se marche con el dardo y que él quede burlado en su propósito; cuando advierte el pescador que el cetáceo se cansa y está algo debilitado por la herida, lleva la barca despacio cerca y saca a tierra su presa. Pero la madre no se asusta ante lo sucedido ni escapa amedrentada, sino que, por un misterioso instinto, sigue anhelante a su hijo. Y por más terrores que uno quiera poner frente a ella, no se asustará ni consentirá en abandonar a su hijo, que está en trance de muerte, sino que hasta es posible cogerla con la mano, ¡a tan poca distancia se pone de los pescadores, como si quisiera rechazarlos! Sucede, por fin, que los hombres la capturan juntamente con su hijo, siendo notorio que pudo salvarse con la huida. Y si están con ella las dos crías y advierte que una de las dos ha sido herida y que se la llevan, como dije antes, persigue al que está ileso y le empuja moviendo su cola y dándole mordiscos; y, lo mejor que puede, da un resoplido indistinto, que es la contraseña salvadora para huir. El hijo se pone a salvo, pero ella se queda hasta que es capturada y muere juntamente con el otro hijo cautivo.
El mismo Claudio Eliano, en el capítulo 6 del libro II, refiere una anécdota similar a otra narrada por Plinio el Viejo en el capítulo 24 del libro IX de su Historia Natural.
Una traducción latina de la obra de Eliano, debida a Friedrich Jacobs y realizada en 1832, está disponible aquí.
Éste es el texto de Claudio Eliano, en la traducción de José María Díaz-Regañón en la editorial Gredos.
Los corintios, y con ellos los lesbios, celebran el amor a la música de los delfines, y los habitantes de Íos, su condición afectuosa. Los lesbios cuentan la historia de Arión de Metimna, pero los habitantes de Íos cuentan lo concerniente al hermoso muchacho de la isla, a su diversión natatoria y al delfín. Un individuo de Bizancio llamado Leónidas cuenta que, mientras navegaba costeando la Eólide, vio con sus propios ojos, en la ciudad llamada Poroselene (entre Lesbos y Asia Menor), un delfín domesticado que vivía en la playa y que se comportaba con los naturales como si fueran amigos personales. Y refiere que una pareja de ancianos alimentaba a este hijo adoptivo ofreciéndole los más apetitosos bocados. Además, el hijo de los ancianos era criado juntamente con el delfín y el matrimonio cuidaba de ambos, y, en cierta manera, a causa de la convivencia el muchacho y el cetáceo poco a poco llegaron a amarse el uno al otro sin darse cuenta y, como se repite vulgarmente, “una mutua y augustísima corriente amorosa creció” entre ellos. Resultó, pues, que el delfín amaba ya a Poroselene como su patria y cogió tanto apego al puerto como a su propio hogar y, lo que es más, devolvía a los que habían cuidado de él el pago del alimento que le habían procurado.
Y he aquí cómo lo hacía. Cuando se hizo grande y ya no necesitaba coger el alimento de la mano, sino que podía atreverse a alejarse nadando y a rodear y perseguir a las presas del mar, capturaba unas para alimentarse, pero otras las llevaba a sus amigos, y éstos estaban enterados de ello y se complacían en esperar la parte que les traía. Ésta era una ganancia. La otra, la siguiente: los padres adoptivos pusieron al delfín como al muchacho un nombre y éste, con la confianza que otorga la común crianza, colocado de pie sobre un promontorio, lo llamaba por su nombre y al llamarlo empleaba tiernas palabras. El delfín, ya estuviera entablando una porfía con un navío provisto de remos, o buceando y saltando con desprecio de todos los demás peces, que, en bandadas, merodeaban por el lugar, o estuviera cazando porque se lo pedía el apetito, salía a la superficie con toda rapidez como un navío que avanza levantando grandes olas y, acercándose a su amado, jugueteaba y se zambullía con él. Unas veces nadaba a su vera, otras veces parecía como si el delfín quisiera desafiar e incluso animar a su amado a competir con él. Y lo que es más admirable, a veces renunciaba a ser el primero en la competición y se quedaba rezagado como si sintiera placer en resultar derrotado. Todos estos sucesos fueron divulgados clamorosamente, y a todos los que arribaban a la isla les parecía éste el espectáculo más estupendo de cuantos podía ofrecer la ciudad. Y para los viejos y el muchacho todo esto constituía una fuente de ingresos.


Como se habrá observado, a parte de la anécdota en sí, están presentes en el fragmento el gusto de los delfines por la música y su tendencia a jugar con las naves que surcan la mar, cuya estela siguen. Quizás por ello abundan en la literatura clásica las historias de delfines amigos de los seres humanos, especialmente de niños.
Pausanias, en su Descripción de Grecia III, 25, 7, al hablar del cabo Ténaro (del que hablamos en la historia de Arión de Metimna) dice:
Entre otras ofrendas que hay en Ténaro está una estatua en bronce de Arión, el citaredo, sobre un delfín. La historia del propio Arión y la del delfín la ha contado Heródoto de oídas en su historia de Lidia. En cuanto al delfín de Poroselene, yo lo he visto mostrando su gratitud al niño, que le había curado después de ser herido por unos pescadores, he visto a este delfín obedeciendo a su llamada y llevando al niño siempre que quería montar en él.
Por su parte, Plinio cuenta lo siguiente:
Durante el reinado del divino Augusto, un delfín que había entrado en el lago Lucrino tomó mucho cariño a un niño pobre que desde Bayas iba a Putéolos (actual Pozzuoli), porque se detenía a mediodía, lo llamaba con el nombre de Simón y a menudo lo atraía con trozos de pan que llevaba para el camino – no contaría esta historia si no estuviese recogida en las obras de Mecenas, Fabiano, Flavio Alfio y muchos otros -; en cualquier momento del día en que lo llamase el niño acudía desde las profundidades y, después de comer de su mano, le ofrecía el lomo para que montase, escondiendo los aguijones de su aleta dorsal como en una vaina, y una vez arriba lo llevaba a Putéolos a la escuela a través del mar inmenso y lo devolvía de la misma forma, durante varios años; cuando, a causa de una enfermedad, murió el niño, el delfín volvió una y otra vez al lugar acostumbrado, triste, semejante a quien ha perdido a un ser querido, hasta que murió de nostalgia, sin que a nadie le cupiese duda del motivo.
En posteriores capítulos presentaremos otras anécdotas referidas a los delfines, presentes en textos de autores clásicos. Nos estamos dando cuenta de la buena fama del delfín en la antigüedad, coincidente con la que tiene en la actualidad. En efecto, este animal resulta simpático a la mayoría de personas. Su docilidad a la hora de ser entrenado para ofrecer hermosos espectáculos en los delfinarios; su carácter, en general, amistoso, su aspecto, casi siempre “sonriente”; su convivencia con el ser humano le ha valido fama de benigno y pacífico. Incluso se ha creado la delfinoterapia, para que con el delfín convivan personas, especialmente niños, con discapacidades psíquicas o sensoriales, como por otra parte se hace también con perros o caballos (otros dos animales, por cierto, de buena reputación).


Ver saltar delfines cerca del barco en el que navegamos nos produce satisfacción y es un bello espectáculo.
Hasta ahora los textos que hemos presentado presentan esta cara positiva del delfín. ¿Los habrá de negativos? La respuesta en próximos capítulos.
Terminamos con una pregunta de la cual damos la respuesta:
¿Cuál es el último animal? Respuesta: NÍFLED LE, esto es, NIF LED LE)

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