Ha llegado el momento en el que Ulises, por mandato de Zeus, debe abandonar la isla de Ogigia en la que la ninfa Calipso lo ha retenido durante siete años. A esta isla ha llegado Ulises tras sufrir mil peripecias, una auténtica Odisea, y haber perdido a los compañeros con los que salió de Troya. En total lleva ausente de su amada patria, Ítaca, 20 años, 10 de lucha ante las murallas de Troya y otros 10 de navegación por el Egeo y el Mediterráneo, de aventura en aventura. Con mucho dolor, Calipso accede a que Ulises vuelva por fin a ver el rostro querido de su fiel esposa Penélope y a su hijo Telémaco, a quien no ve casi desde su nacimiento. Ulises construye una balsa y se lanza al proceloso ponto. No acaban aquí sus problemas, pues el dios Posidón, enojado porque Ulises cegó a su hijo Polifemo, el gigante de un solo ojo, desencadena una terrible tempestad que arroja la balsa de Ulises contra la costa de una isla. Ulises se refugia entre unos arbustos y allí se duerme cansado de su viaje. Le despiertan unas voces femeninas y Ulises se pregunta lo que se preguntaba todo extranjero que llegaba a tierra desconocida en la antigua Grecia:
¡Ay de mi! ¿a la tierra de qué mortales he llegado ahora? ¿serán acaso ellos orgullosos, salvajes e injustos o, por el contrario, acogedores y tienen un espíritu temeroso de los dioses?
Por suerte para Ulises, una de las voces femeninas es la de Nausícaa, hija de Alcínoo, rey de los feacios, pues a la isla de éstos, Esqueria, tradicionalmente identificada con la actual Corfú, en Grecia, ha llegado Ulises. Ulises tras dirigirse con palabras de suplicante a Nausícaa obtiene de ésta llegar al palacio de su padre. Una vez allí, se presenta ante Alcínoo y su esposa Arete, se echa a sus pies y les suplica ayuda para regresar a su patria. A partir de aquí la actuación de Alcínoo se sitúa en la más exquisita hospitalidad como lo demuestran estas dos intervenciones suyas:
al forastero en palacio le ofreceremos los dones de la hospitalidad, y a los dioses haremos ofrendas, buscaremos los guías, y así, sin fatigas ni daño, por nosotros guiado, podrá el forastero, contento, regresar en seguida a su patria por lejos que se halle, y que no sufra ahora miseria alguna ni daño, hasta que en su país desembarque.
Y esta otra:
Consejeros y nobles feacios, oíd lo que os digo, las palabras que mi corazón en el pecho me dicta. He aquí un huésped que no sé quién es; llegó errante a mi casa, venga ya de poniente o de donde amanece la Aurora, nos suplica encarecidamente que lo acompañemos. Procurémosle un guía en seguida, tal como solemos. Pues jamás hubo nadie que, habiendo llegado a mi casa, mucho tiempo estuviera anhelando el retorno a la suya.
Porque, como en la propia Odisea se nos dice: todos los forasteros y pobres son de Zeus. Y uno de los epítetos de Zeus era el de Zeus Xenios, es decir, protector de los extranjeros. Se ha superado la fase en la que se miraba al extranjero como un problema y una amenaza. La nueva moral dicta que el forastero estaba, en cierto modo, protegido por el escudo de Zeus.
Al final, Ulises llega a su amada Ítaca, recupera el trono, a su esposa Penélope y a su hijo Telémaco.
Dándole vueltas al fenómeno de la inmigración, a la actitud de la sociedad de ¿acogida?, me vino a la cabeza el episodio de Ulises en el país de los feacios, narrado en la Odisea de Homero (cantos VI, VII y VIII) que he expuesto de forma sucinta más arriba y decidí cambiar los nombres de los personajes, la voluntad última de ellos (Ulises quiere regresar a su patria e Ibrahima quiere instalarse en España) y el desarrollo de los acontecimientos. El resultado ha sido el que a continuación expongo.
Ha llegado el momento en que Ibrahima, por la necesidad imperiosa de alimentar y llevar adelante a su familia de 20 miembros, ha decidido emprender el viaje a Europa, a la búsqueda de la nueva tierra prometida. Su país, Senegal, como casi todos los africanos padece una situación política y económica insostenible. Ellos los africanos, colonizados por los europeos, despoblados durante siglos por el tráfico de esclavos, obligados a cambiar su sistema económico de subsistencia por uno de especialización en un solo producto en beneficio de los países ricos del norte y de las grandes compañías transnacionales, despojados de las infraestructuras técnicas necesarias, sin medios de salud y educación dignos, tratados de forma humillante durante siglos, abandonando su religión tradicional y medio obligados a convertirse al cristianismo o al Islam, llamados por el reclamo que supone la publicidad televisiva que pone a su vista en sus hogares modestísimos la felicidad en forma de elegantes coches, alimentos de todo tipo, diversión, dinero fácil, empujados en definitiva por el hambre, se ven obligados a iniciar la odisea de la inmigración. No en vano, la principal fuente de ingresos de muchas familias africanas es el dinero que les envían sus miembros residentes en el extranjero.
Ibrahima ha estado ahorrando un poco de dinero para poder iniciar su viaje. Con gran dolor de su corazón, su familia escucha la intención de Ibrahima de emigrar y ¡qué remedio! la acepta. Ibrahima abandonará su hogar, a su esposa Laila-Penélope, a su hijo Ismail-Telémaco, sus padres, hermanos, amigos, su pueblo, su tierra, su Ítaca, sus costumbres y marchará a la aventura de intentar el salto a Europa. No va solo; le acompañan algunos compatriotas, ¿los compañeros de Ulises?
En coche, en tren, en autobús y a pie, tras sufrir en el camino muchas penalidades, entre ellas algún que otro golpe o disparo de la policía de algún país que atraviesan (¿el Cíclope?, ¿los lestrígones?) y contactar con alguna mafia; tras perder a alguno de sus compañeros por el camino, que decidió regresar o murió, o fue detenido (¿Escila y Caribdis?), después de seguir su camino, pese a las voces que intentaban disuadirlo (¿las sirenas?), Ibrahima llega a la costa africana.
Al otro lado, la costa andaluza, España y la anhelada Europa. Ibrahima, con otros africanos, se mete en una patera (¿la balsa de Ulises?) y se lanza al estrecho de Gibraltar. Pero el viento de Levante (¿Poseidón?) azota la embarcación durante la travesía. Muchos de los que iban en la barca mueren ahogados, pero Ibrahima consigue llegar a la costa. Se refugia, agotado, entre unos arbustos y se duerme. Le despiertan unas voces masculinas y se pregunta:
¡Ay de mi! ¿será la policía o la guardia civil, o serán civiles? ¿me denunciarán a la policía y tendré que volver repatriado o me acogerán en sus casas un tiempo hasta que pueda irme a otro lugar? ¿serán realmente humanos, es decir, personas que tratan a sus semejantes con dignidad y justicia? ¿serán realmente cristianos, es decir, personas justas que cumplen la voluntad de Dios y leerán y cumplirán lo que dice Jesucristo, hijo de Dios, en la Buena Noticia de Mateo 25, 35?
Por suerte para Ibrahima las voces son de un grupo de jóvenes de cierta ONG. Se presenta, lo acogen, le curan las heridas, le proporcionan alimento y durante una noche le dan refugio. Al día siguiente, Ibrahima parte en autobús hacia otra parte de España. De momento, parece que Ibrahima ha topado con alguna Nausícaa y algún Alcínoo. Llegado a otra ciudad española, Ibrahima duerme unos días en la calle, y otros en el albergue de otra ONG. Está indocumentado. A los pocos días encuentra un trabajo en la economía sumergida. Trabaja muchas horas, demasiadas, en su trabajo le llaman el negrito y le tratan con una cierta distancia. Ibrahima siente que la gente no le mira con naturalidad, alguna incluso con cierto temor y recelo por su color que debe su tonalidad a la melanina. Lleva ya varias semanas en España, ha cobrado su primer salario, bajo en relación a las horas trabajadas y aún no tiene vivienda en alquiler. La dificultad del idioma y su color hacen que la poca gente que alquila pisos se muestre reticente a cederle el suyo.
Su empresario y los dueños de pisos en alquiler ya no son Alcínoo, por desgracia, y de sus bocas, que pronuncian lo que dicta el corazón y el cerebro, no salen palabras como éstas:
He aquí un extranjero que se llama Ibrahima; llegó errante a mi casa, venga ya de la negra África, de la querida Iberoamérica o del norte de África musulmán, nos suplica encarecidamente que le proporcionemos un salario digno y unas condiciones de trabajo adecuadas y que no tengamos miedo ni reparo en alquilarle nuestra vivienda. Procurémosle lo que desea en seguida, tal como corresponde a personas de bien, justas y honradas. Que jamás haya nadie que, habiendo llegado a nuestra casa, mucho tiempo estuviera anhelando un hogar y trabajo dignos que le permitan la vida que todo ser desea.
Han pasado tres meses, Ibrahima no trabaja, aún no ha encontrado vivienda y ya lo ha decidido: volverá a Senegal. Su aventura ha finalizado. Ha ciertas leyes que no favorece demasiado a los que, como él, llegaron sin documentación. Debe haber pocos Alcínoos en el gobierno que digan:
al forastero en nuestro país-palacio le ofreceremos las leyes de extranjería-los dones de la hospitalidad; buscaremos las políticas justas, y así, con documentación en regla, por nosotros protegido, podrá el forastero, contento, instalarse en seguida en nuestra patria por muy de lejos que venga, y que no sufra ahora discriminación alguna ni explotación; que encuentre pronto vivienda digna, y si no, nosotros se la proporcionaremos o que duerma en nuestro albergue-palacio.
Al fin y al cabo, la felicidad que reflejaba la publicidad de la televisión europea cuando la miraba la tiene aquí, con los suyos. Aquí, en África, la familia es muy importante, la gente acogedora y generosa, da lo que tiene, aunque es poco, no es individualista, no mira a los blancos con distancia, los hijos se ocupan de sus padres viejos, las relaciones sociales son alegres y abiertas.
Lo que más le ha dolido a Ibrahima es que le miraran como si viniera a quitarle algo a los europeos. ¡Pero si fueron los europeos los que asolaron todo un continente, lo exprimieron, se llevaron el jugo de la riqueza y dejaron las mondas y las migajas de la pobreza! Ibrahima sólo quería una parte de lo que le quitaron. ¡Hay que ser cínico! Los mismos que se aprovecharon de África y la llevaron a una situación que sólo puede ser superada en unos casos con la emigración, le niegan ahora a los africanos su derecho a recuperar una parte de lo que les quitaron. Eso y lo de los papeles, pero ¡qué manía con lo de los papeles!
Ibrahima regresará a su patria, volverá a ver a su anhelada Senegal-Ítaca, a su fiel Laila-Penélope, a su hijo Ismail-Telémaco, al que no ve desde hace cinco meses, a su familia, amigos, pueblo y casa. Por desgracia, no ha encontrado tantos Nausícaas y Alcínoos como esperaba.
En fin, ¡ojalá haya cada vez más Alcínoos y más Nausícaas que acojan con auténtica hospitalidad a los miles de Ibrahimas-Ulises que llegan a España-Esqueria (isla de los feacios) ! ¡Que haya más Alcínoos que cumplan la voluntad de Zeus-Dios, que lean y cumplan las palabras de Jesucristo en Mateo, 25, 35!
¡Ay de mi! ¿a la tierra de qué mortales he llegado ahora? ¿serán acaso ellos orgullosos, salvajes e injustos o, por el contrario, acogedores y tienen un espíritu temeroso de los dioses?
Por suerte para Ulises, una de las voces femeninas es la de Nausícaa, hija de Alcínoo, rey de los feacios, pues a la isla de éstos, Esqueria, tradicionalmente identificada con la actual Corfú, en Grecia, ha llegado Ulises. Ulises tras dirigirse con palabras de suplicante a Nausícaa obtiene de ésta llegar al palacio de su padre. Una vez allí, se presenta ante Alcínoo y su esposa Arete, se echa a sus pies y les suplica ayuda para regresar a su patria. A partir de aquí la actuación de Alcínoo se sitúa en la más exquisita hospitalidad como lo demuestran estas dos intervenciones suyas:
al forastero en palacio le ofreceremos los dones de la hospitalidad, y a los dioses haremos ofrendas, buscaremos los guías, y así, sin fatigas ni daño, por nosotros guiado, podrá el forastero, contento, regresar en seguida a su patria por lejos que se halle, y que no sufra ahora miseria alguna ni daño, hasta que en su país desembarque.
Y esta otra:
Consejeros y nobles feacios, oíd lo que os digo, las palabras que mi corazón en el pecho me dicta. He aquí un huésped que no sé quién es; llegó errante a mi casa, venga ya de poniente o de donde amanece la Aurora, nos suplica encarecidamente que lo acompañemos. Procurémosle un guía en seguida, tal como solemos. Pues jamás hubo nadie que, habiendo llegado a mi casa, mucho tiempo estuviera anhelando el retorno a la suya.
Porque, como en la propia Odisea se nos dice: todos los forasteros y pobres son de Zeus. Y uno de los epítetos de Zeus era el de Zeus Xenios, es decir, protector de los extranjeros. Se ha superado la fase en la que se miraba al extranjero como un problema y una amenaza. La nueva moral dicta que el forastero estaba, en cierto modo, protegido por el escudo de Zeus.
Al final, Ulises llega a su amada Ítaca, recupera el trono, a su esposa Penélope y a su hijo Telémaco.
Dándole vueltas al fenómeno de la inmigración, a la actitud de la sociedad de ¿acogida?, me vino a la cabeza el episodio de Ulises en el país de los feacios, narrado en la Odisea de Homero (cantos VI, VII y VIII) que he expuesto de forma sucinta más arriba y decidí cambiar los nombres de los personajes, la voluntad última de ellos (Ulises quiere regresar a su patria e Ibrahima quiere instalarse en España) y el desarrollo de los acontecimientos. El resultado ha sido el que a continuación expongo.
Ha llegado el momento en que Ibrahima, por la necesidad imperiosa de alimentar y llevar adelante a su familia de 20 miembros, ha decidido emprender el viaje a Europa, a la búsqueda de la nueva tierra prometida. Su país, Senegal, como casi todos los africanos padece una situación política y económica insostenible. Ellos los africanos, colonizados por los europeos, despoblados durante siglos por el tráfico de esclavos, obligados a cambiar su sistema económico de subsistencia por uno de especialización en un solo producto en beneficio de los países ricos del norte y de las grandes compañías transnacionales, despojados de las infraestructuras técnicas necesarias, sin medios de salud y educación dignos, tratados de forma humillante durante siglos, abandonando su religión tradicional y medio obligados a convertirse al cristianismo o al Islam, llamados por el reclamo que supone la publicidad televisiva que pone a su vista en sus hogares modestísimos la felicidad en forma de elegantes coches, alimentos de todo tipo, diversión, dinero fácil, empujados en definitiva por el hambre, se ven obligados a iniciar la odisea de la inmigración. No en vano, la principal fuente de ingresos de muchas familias africanas es el dinero que les envían sus miembros residentes en el extranjero.
Ibrahima ha estado ahorrando un poco de dinero para poder iniciar su viaje. Con gran dolor de su corazón, su familia escucha la intención de Ibrahima de emigrar y ¡qué remedio! la acepta. Ibrahima abandonará su hogar, a su esposa Laila-Penélope, a su hijo Ismail-Telémaco, sus padres, hermanos, amigos, su pueblo, su tierra, su Ítaca, sus costumbres y marchará a la aventura de intentar el salto a Europa. No va solo; le acompañan algunos compatriotas, ¿los compañeros de Ulises?
En coche, en tren, en autobús y a pie, tras sufrir en el camino muchas penalidades, entre ellas algún que otro golpe o disparo de la policía de algún país que atraviesan (¿el Cíclope?, ¿los lestrígones?) y contactar con alguna mafia; tras perder a alguno de sus compañeros por el camino, que decidió regresar o murió, o fue detenido (¿Escila y Caribdis?), después de seguir su camino, pese a las voces que intentaban disuadirlo (¿las sirenas?), Ibrahima llega a la costa africana.
Al otro lado, la costa andaluza, España y la anhelada Europa. Ibrahima, con otros africanos, se mete en una patera (¿la balsa de Ulises?) y se lanza al estrecho de Gibraltar. Pero el viento de Levante (¿Poseidón?) azota la embarcación durante la travesía. Muchos de los que iban en la barca mueren ahogados, pero Ibrahima consigue llegar a la costa. Se refugia, agotado, entre unos arbustos y se duerme. Le despiertan unas voces masculinas y se pregunta:
¡Ay de mi! ¿será la policía o la guardia civil, o serán civiles? ¿me denunciarán a la policía y tendré que volver repatriado o me acogerán en sus casas un tiempo hasta que pueda irme a otro lugar? ¿serán realmente humanos, es decir, personas que tratan a sus semejantes con dignidad y justicia? ¿serán realmente cristianos, es decir, personas justas que cumplen la voluntad de Dios y leerán y cumplirán lo que dice Jesucristo, hijo de Dios, en la Buena Noticia de Mateo 25, 35?
Por suerte para Ibrahima las voces son de un grupo de jóvenes de cierta ONG. Se presenta, lo acogen, le curan las heridas, le proporcionan alimento y durante una noche le dan refugio. Al día siguiente, Ibrahima parte en autobús hacia otra parte de España. De momento, parece que Ibrahima ha topado con alguna Nausícaa y algún Alcínoo. Llegado a otra ciudad española, Ibrahima duerme unos días en la calle, y otros en el albergue de otra ONG. Está indocumentado. A los pocos días encuentra un trabajo en la economía sumergida. Trabaja muchas horas, demasiadas, en su trabajo le llaman el negrito y le tratan con una cierta distancia. Ibrahima siente que la gente no le mira con naturalidad, alguna incluso con cierto temor y recelo por su color que debe su tonalidad a la melanina. Lleva ya varias semanas en España, ha cobrado su primer salario, bajo en relación a las horas trabajadas y aún no tiene vivienda en alquiler. La dificultad del idioma y su color hacen que la poca gente que alquila pisos se muestre reticente a cederle el suyo.
Su empresario y los dueños de pisos en alquiler ya no son Alcínoo, por desgracia, y de sus bocas, que pronuncian lo que dicta el corazón y el cerebro, no salen palabras como éstas:
He aquí un extranjero que se llama Ibrahima; llegó errante a mi casa, venga ya de la negra África, de la querida Iberoamérica o del norte de África musulmán, nos suplica encarecidamente que le proporcionemos un salario digno y unas condiciones de trabajo adecuadas y que no tengamos miedo ni reparo en alquilarle nuestra vivienda. Procurémosle lo que desea en seguida, tal como corresponde a personas de bien, justas y honradas. Que jamás haya nadie que, habiendo llegado a nuestra casa, mucho tiempo estuviera anhelando un hogar y trabajo dignos que le permitan la vida que todo ser desea.
Han pasado tres meses, Ibrahima no trabaja, aún no ha encontrado vivienda y ya lo ha decidido: volverá a Senegal. Su aventura ha finalizado. Ha ciertas leyes que no favorece demasiado a los que, como él, llegaron sin documentación. Debe haber pocos Alcínoos en el gobierno que digan:
al forastero en nuestro país-palacio le ofreceremos las leyes de extranjería-los dones de la hospitalidad; buscaremos las políticas justas, y así, con documentación en regla, por nosotros protegido, podrá el forastero, contento, instalarse en seguida en nuestra patria por muy de lejos que venga, y que no sufra ahora discriminación alguna ni explotación; que encuentre pronto vivienda digna, y si no, nosotros se la proporcionaremos o que duerma en nuestro albergue-palacio.
Al fin y al cabo, la felicidad que reflejaba la publicidad de la televisión europea cuando la miraba la tiene aquí, con los suyos. Aquí, en África, la familia es muy importante, la gente acogedora y generosa, da lo que tiene, aunque es poco, no es individualista, no mira a los blancos con distancia, los hijos se ocupan de sus padres viejos, las relaciones sociales son alegres y abiertas.
Lo que más le ha dolido a Ibrahima es que le miraran como si viniera a quitarle algo a los europeos. ¡Pero si fueron los europeos los que asolaron todo un continente, lo exprimieron, se llevaron el jugo de la riqueza y dejaron las mondas y las migajas de la pobreza! Ibrahima sólo quería una parte de lo que le quitaron. ¡Hay que ser cínico! Los mismos que se aprovecharon de África y la llevaron a una situación que sólo puede ser superada en unos casos con la emigración, le niegan ahora a los africanos su derecho a recuperar una parte de lo que les quitaron. Eso y lo de los papeles, pero ¡qué manía con lo de los papeles!
Ibrahima regresará a su patria, volverá a ver a su anhelada Senegal-Ítaca, a su fiel Laila-Penélope, a su hijo Ismail-Telémaco, al que no ve desde hace cinco meses, a su familia, amigos, pueblo y casa. Por desgracia, no ha encontrado tantos Nausícaas y Alcínoos como esperaba.
En fin, ¡ojalá haya cada vez más Alcínoos y más Nausícaas que acojan con auténtica hospitalidad a los miles de Ibrahimas-Ulises que llegan a España-Esqueria (isla de los feacios) ! ¡Que haya más Alcínoos que cumplan la voluntad de Zeus-Dios, que lean y cumplan las palabras de Jesucristo en Mateo, 25, 35!
5 comentarios:
Parece que hayas hecho la actividad que mandé a mis alumnos de referentes al principio del curso. Si así fuera, tendrías el sobresaliente asegurado. Me ha gustado mucho la "resemantización" del mito.
Gracias, pero me conformaría con el suficiente.
Bías:
Acabo de descubrir tu blog y quiero manifestarte mi satisfacción por lo que he leído (fundamentalmente este post).
Me atraen especialmente los temas que relacionan la antigüedad clásica con nuestro convulso mundo. ¡Nihil novum sub sole!
Enhorabuena y adelante. Luis.
Gracias, magister-διδάσκαλος -Luis. Bueno, contigo ya son tres los lectores-comentaristas de mi modesto punto de reflexión compartido (llamémosle blog). No puedo escribir en él con la asiduidad que desearía. Sí que leo a veces el tuyo y es un foco de saber, de hablar latines y de compartir opiniones magnífico. Es además un blog muy bien diseñado. El mío es el de una persona de saber más reducido y creado por el empeño de nuestra común amiga Ana.
Vaig tenir l'oportunitat de veure quin aspecte tens a la jornada de cultura clàssica de Sagunt, quan Ana i Sergi parlaren de Chironweb.
M'alegra profundament tenir un nou lector i de tanta qualitat i de què t'agrade el que fins ara he pogut escriure. Moltes gràcies.
Me ha gustado mucho la comparación, de verdad... es una prueba más de que la historia se repite... Por eso, tal vez los mitos perduran y son universales.
Publicar un comentario