sábado, 10 de mayo de 2008

Las dos Ifigenias (VII)

Como decíamos en el anterior post estamos "utilizando" los comentarios que acompañan la grabación de la ópera Ifigenia en Áulide, de la casa ERATO. Nuestro único "mérito" es la traducció, un tanto chabacana, de esos textos. En esta ocasión aportamos la colaboración escrita por John Eliot Gardiner
La primera Ifigenia
La música francesa en general y la ópera en particular, por toda su sutileza, riqueza y maravillosa individualidad, es como una frágil planta. Ha habido varios momentos en su historia en los que ha palidecido y casi ha muerto: sólo la importación de nuevo material extranjero ha asegurado la supervivencia del género. Su primera gran crisis fue en 1660, salvada por la llegada de Lully, el cual, sin ayuda, determinó la forma que la ópera francesa tenía que adquirir en los siguientes cien años.
Menores hazañas de resurrección, o asfixia, depende del punto de vista de cada uno, fueron llevadas a cabo en diferentes épocas por Cherubini, Spontini, Rossini e incluso Verdi. Igualmente poderosa fue la influencia en la ópera francesa de compositores alemanes tales como Meyerbeer, Wagner y “M. le Chevalier Glouch”.

Gluck pisó por primera vez París en 1764; estuvo allí para supervisar la edición impresa de la versión original de Orfeo ed Eurídice. La ópera clásica francesa estaba en un momento muy bajo. Prácticamente ninguna nueva obra de alta calidad había aparecido en los escenarios franceses desde hacía una década o más. Rameau, la figura dominante en los anteriores treinta años, era viejo y con cicatrices de guerra, después de gastar la mayor parte de su vida tratando de alcanzar el ejemplo de Lully y de conseguir llevar a cabo la realización de sus propias ideas musicales a la vista del conservadurismo y la inconstancia parisinas.
Como si de una ironía se tratara en el mismo momento de la llegada de Gluck a París, Rameau, que tenía entonces 81 años, estaba activamente dedicado al ensayo de su última y más grande de sus tragédies lyriques, Abaris ou Les Boréades, que por primera vez impuso un plan tonal y estructural muy fuerte en la diversidad de formas que inventó la ópera clásica francesa.
¿Se reunieron ambos compositores? ¿Puso sus ojos Gluck alguna vez en la partitura de Les Boréades? Parece improbable. Rameau murió durante el período de ensayos y a la que fue en muchos sentidos su más profética e “iluminada” ópera se le dio un significativo carpetazo.


Podríamos atrevernos a especular: ¿si Gluck la hubiera visto u oído, hubiera cambiado su estrategia para conquistar el mundo de la ópera francesa? ¿Se hubiera sentido animado, por ejemplo, a dejar su propio Orfeo como estaba, en lugar de debilitar su impacto mediante adiciones y ajustes perjudiciales que pretendían complacer a los parisinos? Para la versión original de Viena, aunque expresada en un idioma musical italiano, ya se encontró a medias con el gusto francés, su gran lucidez de estructura derivada del prolongado contacto de Calzabigi con las tragédies lyriques de Rameau en la década de 1750. Nunca lo sabremos.
Lo cierto es que por esta época Gluck se sintió preparado para enfrentarse con el francés y dedicarse a la composición de ópera francesa. Su declarado propósito era reparar la división que había aislado a Francia de la corriente de la ópera italiana: “He encontrado un lenguaje musical adecuado para todas las naciones”, escribió al Mercure de France (1 de febrero de 1773), “y espero eliminar las ridículas distinciones entre estilos nacionales de música”. Pero tuvieron que pasar años de planificación y toda la influencia de su antigua alumna cantante, la Delfín María Antonieta, esposa del futuro Luis XVI, antes de que los directores de la Ópera de París, finalmente, accedieran a montar la primera de sus óperas francesas.

Iphigénie en Aulide fue puesta en escena en abril de 1774, después de casi seis meses de tensos ensayos. Gluck tenía 60 años. Exitosa, pero controvertida desde su comienzo, la primera Iphigénie era el estímulo que necesitaba la ópera clásica francesa. Pero, como dijo una vez Alfred Einstein, fue, a la vez, un soplo para la ópera francesa y una renovación. Por la ventana salieron el elaborado y manierista vocabulario del idioma musical de Rameau, y con él muchas sutilezas de descripciones gráficas, cambios de humor, por no hablar de su inventiva en el uso de los timbres de la orquesta barroca.
Trajo una nueva sobriedad de estilo y un liricismo italiano brillantemente ajustado a la expresión de los sentimientos humanos y nuevamente casado con la declamación francesa.
Donde Rameau arriesgó socavando la estructura dramática de sus óperas, haciendo depender cada acto de su aria inicial, tentadora en su brevedad. Gluck ahora proporcionaba a su audiencia extensos pasajes de música pura en momentos irregulares, pero estratégicos, del drama, que emanaban siempre de forma natural del diálogo precedente. La suya fue la más segura aproximación en cuestiones de progresión dramática.

Qué extraño entonces que él hubiera aceptado que algunos de los tradicionales pertrechos del “mal viejo estilo” persistieran, sobre todo los largos divertimentos bailados durante los cuales la acción obligatoriamente se detenía. Gluck no había visto Les Boréades, ese triunfo tardío de Rameau sobre la tragédie lyrique tambaleante y la única ópera en la cual el lugar de cada divertissement está justificada en el contexto de la intriga. Gluck parece, pues, ser el más tradicional de los dos en el tratamiento del “divertissement” en su primera ópera francesa.


Hay una excepción: al final del primer acto, el coro, que desconoce el terrible juramento de Agamenón, viene a felicitar al general griego por la llegada de su hija Ifigenia a Áulide con su madre Clitemnestra. La ironía dramática es aquí más dolorosa que en el acto IV de Hippolyte et Aricie (ópera que Gluck conocía sin duda alguna) donde Teseo, habiendo visto a su mujer, aparentemente violada por su propio hijo, es obligado a asistir al divertissement de la ceremonia de bienvenida a cargo de sus fieles súbditos.
Todo esto sería de poca importancia si Gluck hubiera tenido el mismo nivel de extraordinaria imaginación que Rameau en la composición de música de danza. Algunos largos aires de ballet en la primera y segunda versiones de Iphigénie en Aulide están llenos de frescura y encanto, sobre todo las partes cantadas (por ejemplo el coro y el trío “Non jamais” del acto II), pero son demasiado largos.
La gran fuerza de Gluck en las dos Ifigenias estriba en su habilidad para simplificar las ideas en su concepción general y de sacar el máximo de emociones de medios musicales extremadamente escasos.
Esto es cierto en el monólogo inicial de Agamenón tras la obertura, y en la súplica de Clitemnestra a Aquiles Par un père cruel (Acto II) que es un obbligato para oboe en forma de balada. Y es cierto también para toda la música del personaje de Ifigenia. Madame Sophie Arnould que representó ese papel se quejó a Gluck, no sin razón, de que no tenía grandes arias. Y sin embargo el efecto producido por la música de su papel es arrolladora: pasa de simples arias de danza en el Acto I que destacan su juventud y su inocencia, a la serie de arias del acto tercero en las cuales su estocismo y su resignación estallan sin artificio ni exceso.
Es digno de admiración el impacto creado por Gluck a partir de elementos musicales tan escasos.
Un crítico contemporáneo comenta: “Concluímos seriamente que el verdadero mérito de M. Gluck es haber encontrado en la música italiana los colores apropiados para pintar todos los sentimientos del alma”. Sin embargo los oídos parisinos tardaron un tiempo en acostumbrarse a la importancia dada a la orquesta en las escenas más largas de Gluck; y éste es el elemento crucial en el éxito que aportó a los franceses un equivalente lírico a las obras maestras de su teatro clásico.
Pero es en la última escena del acto II, en el encuentro cargado de fatalidad entre Agamenón y Aquiles donde su talento salta a la vista. La música empieza con un recitativo tradicional con acompañamiento de las cuerdas; después la música empieza a subir de tono al mismo ritmo que la discusión de los dos protagonistas. Aquiles sale, furioso, dejando a Agamenón solo, dudando ante la elección entre su deber hacia Grecia y su amor paterno. Primero intratable, luego calla al tiempo que la parte orquestal continúa. Nos sentimos atrapados en su dilema sin que haya la menor relajación en la elocuencia o en la tensión y compartimos su desesperación. Una rápida orden dada a Arcas precede su declaración apasionada por su hija cuyo sacrifico no sabe como evitar, culminando con una diatriba contra la diosa Diana.
Es una pintura de las emociones humanas, de una verdad extraordinaria, cada aspecto tratado de manera tan conmovedora como las escenas que abordan el mismo asunto de Jephta de Handel (Deeper and deeper still..), y de Idomeneo de Mozart (Spietatissimi Dei…)


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