sábado, 3 de mayo de 2008

Las dos Ifigenias (VI)

Hemos titulado esta serie Las dos Ifigenias, porque el personaje de la joven hija de Agamenón siempre se relaciona con dos episodios: su sacrificio, fallido, en Áulide y su estancia en Táuride, como sacerdotisa de Ártemis, donde se producirá su encuentro con su hermano Orestes. Estos episodios son el argumento de las dos tragedias de Eurípides, en las que se basaron los libretistas de casi todas las óperas que trataron el mito, a veces pasadas por el filtro de Jean Racine o Claude Guimond de la Touche.

Nosotros vamos a hablar un poco de cada una de estas dos óperas, refiriéndonos a las de Gluck. Lo que sigue es una traducción imperfecta del francés (en este artículo) y del inglés (en el siguiente) de los textos, obra, respectivamente, de André Tubeuf y John Eliot Gardiner, que aparecen en el librito que acompaña los discos de la grabación de la ópera en ERATO Music France. Esa grabación corre a cargo del Coro Monteverdi y la Orquesta de Lyon, dirigidos ambos por el citado John Eliot Gardiner, y cuenta con solistas de la talla de José Van Dam (Agamemnon), Anne Sofie Von Otter (Clytemnestre), Lynne Dawson (Iphigénie), John Aler (Achille) o Ann Monoyios (femme grecque y esclave). La grabación se realizó en la ópera de Lyon en julio de 1987.

Ifigenia en Áulide.
Iphigénie en Aulide, representada en 1774, fue la primera obra que Gluck escribió para un texto en francés y, más aún, para un público francés, al que no trató con demasiado miramiento. Considerando que sus cantantes no estaban preparados, aplazó el ensayo general, al que hubiera tenido que asistir la Corte, posponiendo incluso la presencia del rey y la reina. Fue una orgullosa afirmación de la preeminencia del arte sobre la etiqueta. Ni el público ni los cortesanos tenían la costumbre de ser tratados con este rigor. A pesar de ello, esta Ifigenia fue un gran éxito. La obra atendía la voz de Diderot que esperaba que un día la Clitemnestra de Racine y su hija Ifigenia cantarían con esta misma nobleza melodiosa y esta melancolía inimitable que el poeta les había proporcionado.
Ciertamente el digno Bailli du Roullet no es, ni de lejos, Racine; y Racine se hubiera estremecido de horror (y mucho más su modelo Eurípides) ante el final feliz inicialmente previsto, la boda (con ballets, naturalmente; eso que Gluck con desdén denominaba cabriolas) de Ifigenia y Aquiles, haciendo altamente improbable la secuela de la historia, esa Ifigenia siempre virgen y consagrada a Diana, que, en Táuride, inspirará a Gluck otra obra maestra.
Por tanto el juicio público no es erróneo ni tiene apelación posible: se admiró a Sophie Arnould por haber interpretado el papel dramática y poéticamente mejor que el Théâtre Français en el texto de Racine. ¿Pero hubiera podido Racine poner en sus versos una poesía más ardorosa y fiera que aquella que el canto hace salir de los versos, no obstante evidentemente inferiores en calidad, que Du Roullet ha puesto en la boca de su heroína?


“Oui, sous le fer de Calchas lui-même,
Je vous dirai que je vous aime…”

O, más aún, en su adiós a Aquiles (que se puede oír aquí):

“N’oubliez pas qu’Iphigénie
Digne d’un moins funeste sort,
Pour vous seul chérissait la vie
Et vous aima jusqu’à la mort…”

Esta milagrosa confirmación que pueden dar, en el teatro lírico, el acento, la palabra, el gesto, y también esta celeste inspiración melódica que coloca al canto por encima del texto, pero con la condición de que sepa ser fiel a las palabras, es lo que el caballero Gluck innovó, genialmente, en París esta velada del 19 de abril de 1774. Fue su verdadera revolución. Con un sentido plenamente alemán del orden y la precisión, dio a cada una de sus obras el nombre genérico que le parecía conveniente.
Iphigénie en Tauride, más tarde, será “tragedia puesta en música”: prima le parole, evidentemente, y solamente dopo, la musica; pero l’Orfeo y la primera Alceste, italiana, las dos nacidas en Viena, serán “azione teatrale per musica” y “tragedia messa in musica”. Iphigénie en Aulide, la primera, inaugurará este zénit de Gluck (que marca también el nadir, el absoluto crepúsculo del género versallesco, que sobrevivía desde Lully y Rameau, y en adelante caducado): la “tragedia-ópera”.

Los dos términos están unidos, en igualdad. No hay motivo para preguntar cuál debería ocupar el puesto preeminente. Van juntos, unzertrennlich, como la Condesa dirá en Capriccio, de Richard Strauss, casi dos siglos después, como para indicar que la verdadera esencia del canto, y, en realidad, su única razón de existir es combinar texto y música hasta un punto donde ni siquiera el estricto análisis cartesiano en toda su insipidez tenga la más mínima oportunidad de buscar los componentes.
Tampoco se puede hacer ningún reproche a los buenos octosílabos de Bailli de ser inferiores a los sublimes alejandrinos de Racine: no son nada sin la música que les da, no sólo la capacidad de elevarse, sino un timbre de voz y unos colores, y es esta unión la que los podría comparar con Racine, ¡sin encontrarlos inferiores!
No se ha hecho justicia con Gluck al aplicar a su persona y su obra el término de “reformista”. Reformador, lo fue, es cierto, pero por la experiencia, por oportunismo teatral, como Verdi y Richard Strauss después fueron empiristas, tomando el teatro por aquello que es, la única manera realista de llevar a la práctica lo que se quiere hacer.
Decir reformista es imaginar una ideología autoritaria y una línea de actuación imperturbablemente mantenida. Pero Gluck no cesará nunca de cambiar de idea, adaptando su rumbo a las circunstancias. Educado en la música italiana, revelado tal vez a si mismo por su libretista vienés, Calzabigi (que era un sutil y perspicaz teórico), conocía bien el Singspiel burgués alemán, así como la ópera cómica francesa, por intermedio de Charles-Simon Favart, director de la Ópera Cómica de París. Gluck asistió a la primera representación de Judas Macabeo de Handel en Londres y el retrato del compositor anglo-alemán estaba permanentemente en su habitación.

Fue un compositor que llegó tarde al mundo de la música y las modas, el primer verdadero músico europeo, atento al crepúsculo de la opera seria vaciada de su sustancia dramática como resultado de un constante refrito, y al agotamiento del género versallesco, desvirtuado de forma injustificada por el uso excesivo del ballet y condenado a pasar completamente de moda con la muerte de Luis XIV, el Rey Sol, pero aún más importante, el primer bailarín de su tiempo.
¿Qué buscaba Gluck? Sabemos que buscaba la belleza de la simplicidad, pero ello a través de las características esenciales del teatro: gesto y declamación. ¿Qué aseguró su éxito? Los personajes. Antes de él, la ópera había tratado sólo alegorías, cuyas tramas poco dramáticas podían ser cómoda y decorativamente suplidas por la danza: Orphée anuncia la llegada de la idea del destino. Es cierto que el personaje procedía de la mitología, pero está dotado de la elocuencia y la noble familiaridad del ser humano. Con Iphigénie en Aulide, la revolución fue completada, y no se había dado un solo golpe. En realidad, era simplemente un retorno (como son etimológicamente todas las revoluciones): un retorno a Racine, a su pasión y noble simplicidad, un regreso a la tragedia clásica como modelo para la ópera, desnudado de los adornos en los que había sido retenida como prisionera por el espíritu de Rameau. No había nada ideológico en esta reforma. Una forma particular de arte se había desangrado y esto ahora se reconocía.
Un nuevo modelo había sido descubierto y, ya desde el comienzo, Agamenón, Clitemnestra e incluso Calcante llevan al escenario operístico, en lugar de los anteriores trinos (siempre acompañados por las inevitables cabriolas) el perpetuo claroscuro de las emociones humanas con todas sus indecisiones, cambios y excesos. Todo esto era fácilmente expresado por medio de una declamación variada y flexible. Se había encontrado un medio para expresar cada sombra de sentidos con el corazón, incluyendo aquellos momentos en los que elige mantenerse en silencio.
Este panorama de emoción, tanto doméstica como épica, es realzada por la propia Ifigenia por medio de su insistencia sin precedentes en obedecer la orden de su padre o de un dios, anunciando así, con tranquila, pero completamente firme exaltación, la llegada de esa serie de heroínas que mueren por amor, que en el siglo siguiente gozarán de fama y fortuna. Gluck no era un doctrinario. Su representación en Orfeo de la verdad contenida con un corazón que canta no preludiaba su vuelta tres años más tarde, en completo contraste, con Il Parnaso Confuso. Fue su sentido del realismo, su pura salud espiritual, los que hicieron de él, desde Iphigénie en Aulide, el principal entre los maestros del teatro lírico, ni parisino ni versallesco, sino simplemente francés.


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