domingo, 6 de mayo de 2007

Capriccio de Richard Strauss, a propósito de una alusión mitológica (I).


El otro día tuve el placer de ver y escuchar en el salón de mi casa la representación que tuvo lugar en la ópera de San Francisco en 1993 de la última obra para la escena de Strauss, Capriccio. Tengo esta representación en formato DVD; está protagonizada por la soprano neozelandesa Kiri Te Kanawa (Condesa), el barítono sueco Hakan Hagegard (Conde), la mezzo estadounidense Tatiana Troyanos (Clairon), el bajo-barítono canadiense Victor Braun (La Roche), el tenor estadounidense David Kuebler (Flamand), el barítono británico Simon Keenlyside (Olivier), el tenor francés Michel Sénéchal (Monsieur Taupe), el bajo-barítono estadounidense Dale Travis (Mayordomo), la soprano estadounidense Maria Fortuna (soprano italiana) y el tenor estadounidense Craig Estep (tenor italiano).
La música de Richard Strauss cada día me gusta más. Es arrebatadora, llena de sentimiento y sensaciones. Tiene unas melodías increíbles (estoy pensando en Beim Schlafengehen, tercero de los Cuatro últimos Lieder, op. posth, con su impresionante parte de violín) y te lleva a unos mundos de contraste radical (Muerte y Transfiguración, op. 24). En sus óperas Strauss llega a unas cimas insuperables (Salomé, Electra, Ariadna en Naxos, El caballero de la rosa o La mujer sin sombra).
No es este lugar para hablar de Strauss, ni soy un experto en música, pero sí quiero presentar una aportación a propósito de una alusión mitológica en su última ópera, Capriccio, op. 85. Eso nos servirá de pretexto para hablar más in extenso de esa magnífica culminación a su producción operística.
Situaremos primero la ópera en su contexto histórico. Lo que sigue es mi traducción del inglés del libro que acompaña el DVD antes comentado, cuya autora es Alexandra Dielitz. Me parece que centra muy bien la obra.
Prima le parole, dopo la musica”. Los compositores han debatido sobre la importancia relativa de texto y música en la ópera durante más de 400 años sin ponerse de acuerdo en una respuesta. En los primeros años del género, hacia 1600, el simple “recitar cantando” de los maestros florentinos se centró principalmente en el texto, mientras que en la ópera seria del siglo XVIII, las virtuosísticas interpretaciones de arias de coloratura a cargo de cantantes castratti se impusieron a costa de la trama y la comprensión del libretto.
Esto es lo que se propuso reformar Gluck, decidido a limitar la música a su verdadero oficio de servir a la poesía. Una línea totalmente diferente tomó Mozart, quien pensaba que “en una ópera la poesía tiene que ser una hija obediente de la música”. Estos puntos de vista opuestos, que desencadenaron una encarnizada enemistad en París entre los “gluckistas” (seguidores de Gluck) y los “piccinnistas” (defensores de Piccinni), adquirieron tal fuerza entre los aficionados a la ópera europeos que el rival de Mozart, Antonio Salieri, incluso llevó la controversia a una opereta en un acto, representada en 1786 en un festival en la Orangerie en Schönnbrun.
Ciento cincuenta años después, su libretto, titulado Prima la musica, poi le parole, y escrito por el Abate Giovanni Battista Casti (puede leerse información sobre este texto y autor aquí), llegó a manos del escritor Stefan Zweig, el cual atrajo la atención de Strauss hacia este interesante material. A causa del Anschluss de Austria, a Zweig, que había escrito el libretto para Die schweigsame Frau (La mujer callada, 1934), se le prohibió publicar obras debido a su ascendencia judía.
Deseando seguir la idea, Strauss se dirigió entonces primero al especialista en drama Joseph Gregor, que ya le había suministrado el libretto de Friedenstag y Daphne (ambas de 1938), aunque ninguno de ellos había convencido al compositor del genio poético de Gregor.
En esta ocasión Strauss temía no tener éxito en poder comunicar a Gregor sus bastante inusuales deseos; en este momento se proponía producir no una ópera en el sentido tradicional, sino más bien “un tratado dramático, una fuga teatral”. En una carta escrita al director de orquesta Clemens Krauss se quejaba de que Gregor sería incapaz de contentar sus deseos, de que no había en lo que, hasta el momento aquél había escrito, poesía, ni sentimiento; sólo teatro intelectual, árido ingenio.
Clemens Krauss comprendió inmediatamente lo que Strauss quería, dejó su batuta, cogió una pluma y asumió el desacostumbrado papel de libretista. Bajo el título de Capriccio escribió una brillante “ópera sobre la ópera”, libremente basada en el libretto de Casti, incorporando al ingenioso diálogo una mezcla de historia musical y divertidas referencias basadas en su propia experiencia teatral.
La rivalidad de letra y música está expresada en forma humana en las figuras del poeta Olivier y el compositor Flamand, que están compitiendo por la mano de la joven condesa Madeleine. Este alegórico trío provoca una lírica declaración de amor (en concreto un soneto de Pierre de Ronsard) que es escrito por el poeta Olivier y musicado por el compositor Flamand. La idea es que este soneto permitirá a la condesa, indecisa entre el apasionado poeta y el soñador músico, decidirse finalmente por uno de los dos pretendientes.
En la ópera cualquier peligro de especulación estética es evitado por la figura pragmática del director teatral La Roche (en quien algunos quieren ver la figura de Max Reinhardt), que fija firmemente su atención en los aspectos más prácticos del teatro. Este retumbante bajo bufo articula bastantes ideas cercanas a la opinión de Strauss, por ejemplo sus quejas de las ruidosas orquestas que no dan oportunidad a los cantantes. Strauss no era amigo de una vistosa instrumentación que supusiera una falta de comprensión del texto. Pero al mismo tiempo tampoco consideraba la música como un agradable acompañamiento del texto y también abogó por sus derechos; en 1942 cuando Krauss dijo a los cantantes durante los ensayos para la primer representación de Capriccio en el Teatro Nacional de Munich que “no había ninguna sentido en la ópera si uno no podía entender cada palabra”, Strauss refunfuñó desde el patio de butacas:” Yo no me opondría tampoco si de vez en cuando usted oyera un poco de mi música”.
El compositor de 78 años de edad estaba orgulloso de haber tenido la fuerza y la inspiración para crear una larga composición final- y estaba especialmente satisfecho de la famosa música a la luz de la luna que precede a la última aparición de la condesa. Tomó la melodía para ella de su ciclo de canciones satíricas Krämerspiegel de 1918 y la transformó en una serenata para trompa de irresistible encanto romántico. Sin este interludio y el gran monólogo final de la condesa esta ingeniosa “pieza en forma de conversación” y “ópera de discusión”, Capriccio, hubiera quedado bastante corta de música.
Strauss temía que el público en general no sabría cómo tomar este “manjar para sibaritas de la cultura” (Leckerbissen für kulturelle Feinschmecker), pero se equivocó.
Su “fuga teatral” se convirtió en una de sus últimas obras más interpretadas. Quizás debido a la figura de la condesa, quien nunca da la impresión de ser una simple y abstracta figura alegórica- con su afable encanto y tacto sutil ella es el equivalente francés de la Mariscala de Der Rosenkavalier (El caballero de la rosa). Y, por supuesto, ella descubre que es imposible hacer una elección final entre Flamand y Olivier. Prima la musica, oder prima le parole? Ningún compositor será capaz de dar una definitiva respuesta a esta cuestión.
La relación amorosa de 50 años de Strauss con la ópera finaliza con una sonrisa irónica, una divertida mirada al espejo, un irónico signo de interrogación. Cuando Clemens Krauss propuso un nuevo asunto para una ópera a Strauss, después del estreno de ésta, su primer trabajo en común, el maestro replicó: “¿Piensa Usted realmente que yo podría componer algo bueno después de Capriccio? ¿No es este Re bemol mayor la mejor forma de poner fin a la obra teatral de mi vida? ¡Sólo se puede dejar un testamento!”

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