domingo, 27 de enero de 2008

Voces griegas (y latinas) desde Castellón (XV)

En esta serie dedicada a las relaciones humanas, hemos de ofrecer los textos evangélicos que puedan aplicarse a ellas. Como se habrá comprobado con las selecciones de Mateo y Marcos, no estamos ofreciendo las palabras de Jesús relativas a asuntos que podemos llamar de proselitismo, de puro seguimiento cristiano y que sólo serían válidas para un creyente. Ofrecemos sólo aquello que cualquier persona de bien debería tener en cuenta para mejorar y hacer más amable su relación con los demás. Evidentemente, hay mucho del mensaje de Jesús que puede compartir un musulmán, un animista, un agnóstico, e incluso un ateo.
Hoy, sin embargo y pese a lo dicho en el anterior párrafo, no ofrecemos citas de Jesús aplicables a las relaciones personales; vamos a hacer un artículo bastante "teológico" o, mejor dicho, un artículo con reflexiones que sólo pueden ser analizadas en clave cristiana. De todas formas, mucho de lo que se ofrece pensamos que puede servir de reflexión para quien no profese el cristianismo, e incluso para quien no sea creyente.

Vamos a desviarnos un tanto del objetivo de esta serie, como hemos dicho, y a hablar sobre nuestra visión del hecho cristiano. Justamente en este domingo tercero del tiempo ordinario hay una frase de Jesucristo (Mateo 4, 17b) que resulta muy interesante:


Convertíos (arrepentíos, enmendaos), porque está cerca el reino de los cielos (que ya llega el reinado de Dios).

Paenitentiam agite; appropinquavit enim regnum caelorum.

Μετανοεῖτε· ἤγγικεν γὰρ ἡ βασιλεία τῶν οὐρανῶν.

Antes de seguir, hemos de hacer una observación. La traducción del Nuevo Testamento es asunto delicado. Podemos encontrarnos con traducciones muy dispares. En el fragmento que hemos aportado nos encontramos con tres traducciones del verbo griego (μετανοέω).

El diccionario de Pabón traduce este verbo por: cambiar de opinión, cambiar de opinión y reflexionar, arrepentirse, convertirse, hacer penitencia. El Abrégé du dictionnaire Grec-Français de A. Bally dice: changer d'avis, d'ou regretter, se repentir. El Liddell-Scott dice: change one's mind or purpose, change one's opinion and think,; repent; repent of.


¿Arrepentirse, enmendarse, convertirse? Más adelante se nos hará una interesante precisión sobre el significado del verbo.
Arrepentíos es la traducción que aparece en el Nuevo Testamento Trilingüe de BAC, edición de Bover-O'Callaghan. Enmendaos traduce Juan Mateos en Cristiandad. Convertíos dice la versión de la Biblia de Jerusalén.
Juan Mateos ofrece "que ya llega el reinado de Dios", traduciendo por "ya llega" el perfecto griego ἤγγικεν y no dando valor claramente causal a la partícula γὰρ; lo más curioso es que traduce "de Dios", cuando en griego dice "de los cielos" (τῶν οὐρανῶν). Es probable que, efectivamnete, la expresión "de los cielos" equivalga a "Dios". Las otras versiones traducen "está cerca", recogiendo en un presente el perfecto griego, de aspecto resultativo.

Pero lo que nos importa no es tanto la traducción, sino el significado de esa frase. Vamos a ofrecer reflexiones de José Antonio Pagola, autor de un reciente libro sobre Jesús de Nazaret, con defensores y bastantes opositores, que llevó al autor a emitir una respuesta y un comunicado, nuevamente respondido. Puede leerse toda la controversia aquí.

Las reflexiones de Pagola, que a nosotros nos parecen muy interesantes, están sacadas de sus comentarios al evangelio.


CONVERTÍOS porque está cerca el Reino de Dios». ¿Qué pueden decirle estas palabras a un hombre o una mujer de nuestros días? A nadie nos atrae oír una llamada a la conversión. Pensamos enseguida en algo costoso y poco agradable: una ruptura que nos llevaría a una vida poco atractiva y deseable, llena sólo de sacrificios y renuncia. ¿Es realmente así?
Para comenzar, el verbo griego que se traduce por «convertirse» significa en realidad «ponerse a pensar», «revisar el enfoque de nuestra vida», «reajustar la perspectiva». Las palabras de Jesús se podrían escuchar así: «Mirad si no tenéis que revisar y reajustar algo en vuestra manera de pensar y de actuar para que se cumplan en vosotros los sueños de Dios».
Si esto es así, lo primero que hay que revisar es aquello que bloquea nuestra vida. Convertirse es «liberar la vida» eliminando miedos, egoísmos, tensiones y esclavitudes que nos impiden crecer de manera sana y armoniosa. La conversión que no produce paz y alegría no es auténtica. No nos está acercando a Dios.
Hemos de revisar luego si cuidamos bien las raíces. Las grandes decisiones no sirven de nada si no alimentamos las fuentes. No se nos pide una fe sublime ni una vida perfecta; sólo que vivamos confiando en la grandeza del amor que Dios nos tiene. Convertirse no es empeñarse en ser santo sino aprender a vivir distendido y en paz con Dios. Sólo entonces puede comenzar en nosotros una verdadera transformación.
La vida nunca es plenitud ni éxito total. Hemos de aceptar lo «inacabado», lo que nos humilla, lo que no acertamos a corregir. Lo importante es mantener el deseo, no ceder al desaliento, no decir: «no merece la pena», «siempre lo estropeo todo». Convertirse no es vivir sin pecado sino aprender a vivir del perdón, sin orgullo ni tristeza, sin alimentar la insatisfacción por lo que deberíamos ser y nos somos. Así dice el Señor en el libro de Isaías: «Por la conversión y la calma seréis liberados» (Is. 30, 15).

Otra reflexión de Pagola:


Es fácil resumir el mensaje de Jesús: Dios no es un ser indiferente y lejano, que se mueve en su mundo desconocido, interesado sólo por su honor y sus derechos. Es alguien que busca para todos lo mejor. Su fuerza salvadora está actuando en lo más hondo de la vida. Sólo quiere la colaboración de sus criaturas para conducir el mundo a su plenitud: «El reino de Dios está cerca. Cambiad».
Pero, ¿qué es colaborar en el proyecto de Dios?, ¿en qué hay que cambiar? La llamada de Jesús no se dirige sólo a los «pecadores» para que abandonen su conducta y se parezcan un poco más a los que ya observan la Ley de Dios. No es lo que le preocupa. Jesús se dirige a todos, pues todos tienen que aprender a mirar la vida y a actuar de manera diferente. Su objetivo no es que en Israel se viva una religión más fiel a Dios, sino que sus seguidores introduzcan en el mundo una nueva dinámica: la que responde al proyecto de Dios. Señalaré los puntos clave.
Primero. La compasión ha de ser siempre el principio de actuación. Hay que introducir en el mundo compasión hacia los que sufren: «Sed compasivos como es vuestro Padre». Sobran las grandes palabras que hablan de justicia, igualdad o democracia. Sin compasión hacia los últimos no son nada. Sin ayuda práctica a los desgraciados de la tierra no hay progreso humano.
Segundo. La dignidad de los últimos ha de ser la primera meta. «Los últimos serán los primeros». Hay que imprimir a la historia una nueva dirección. Hay que poner a la cultura, a la economía, a las democracias y a las iglesias mirando hacia los que no pueden vivir de manera digna.
Tercero. Hay que impulsar un proceso de curación que libere a la humanidad de todo lo que la destruye y degrada. «Id y curad». Jesús no encontró un lenguaje mejor. Lo decisivo es curar, aliviar el sufrimiento, sanear la vida, construir una convivencia orientada hacia el máximo de felicidad para todos.
Esta es la herencia de Jesús. Nunca en ninguna parte se construirá la vida tal como la quiere Dios, si no es liberando a los últimos de su humillación y sufrimiento. Nunca será bendecida por Dios ninguna religión si no busca justicia para ellos.

Dios llega, pero no viene, si no es esperado ni aceptado por el ser humano. A la invitación de Dios, corresponde la respuesta del hombre. La conversión nace como respuesta a esa Buena Noticia que debería ensancharnos el corazón: en Jesús ha aparecido, en toda su profundidad, el amor increíble y sorprendente de Dios al ser humano, a cada uno de los hombres y mujeres. Éste es el acontecimiento (recordemos el texto de Ramis en el número XIII de esta serie) que tengo que aceptar, del que tengo que fiarme, y por el que tengo que conducir toda mi vida, incluyendo, por supuesto, mis relaciones personales.
Eso es convertirse. No significa necesariamente que seamos grandes pecadores y debamos hacer penitencia. Significa que debemos tomar en serio a Jesús en nuestra vida, que debemos acoger sinceramente su evangelio y lo vayamos asimilando en las actitudes fundamentales de la vida.
Ser cristiano incluye necesariamente una relación hacia los demás. Se es cristiano para que este mundo se vaya transformando con nuestra colaboración en el reino de Dios.
La conversión no hay que referirla principalmente al individuo, sino a la praxis de transformación del mundo y de construcción del reino de Dios. Convertirse es, pues, participar en el dinamismo de la acción divina y transformadora del mundo, provocadora del Reino.
No nos alejamos mucho de lo acabamos de decir. Hemos señalado en otros artículos que no hemos traído la voz de Jesús para dirigirla a hipotéticos creyentes. Queremos que llegue a todos y que a todos sirva. El mensaje de Jesús, y el cristianismo, por consiguiente, es claro que ofrecen una determinada visión del mundo, que conocemos con el nombre de humanismo cristiano.
Llegados a este punto, nos ha parecido interesante y apropiado traer aquí un resumen del artículo Humanismo cristiano en el siglo XX, de Juan José Garrido, doctor en Filosofía por las Universidades de Roma y Lovaina (Bélgica) y catedrático de Filosofía en la Facultad de Teología de Valencia. En dicho artículo, que hemos releído con gusto, hay reflexiones que casan muy bien con el contenido de estos artículos dedicados a Jesús y su aportación a las relaciones humanas. Vamos con el resumen.
Recordemos que el cristianismo es en sí mismo una religión, no una filosofía ni siquiera un humanismo en sentido estricto. Ahora bien, el cristianismo, en tanto que religión, vehicula una visión del mundo, del hombre y de la historia, una “tradición de sentido”, que puede ser explicitada y desarrollada desde la situación histórica de los hombres y en conexión con los problemas, retos y posibilidades que esa situación concreta presenta. A esta amplia visión del mundo es a lo que llamamos “humanismo cristiano”. Su elaboración es tarea de una inteligencia que se inspira en la fe y parte del supuesto de su verdad y, desde ella, usando los modos propios de razonar de todo pensamiento, se esfuerza en presentar a todos, creyentes o no creyentes, la verdad de esa visión del mundo…
En el mundo occidental, sobre todo a partir del siglo XIX, hicieron su aparición humanismos antropocéntricos y ateos, humanismos que hicieron de la “muerte de Dios” la base de su discurso y la condición necesaria para que el hombre recuperara su esencia. Se afirmaba que vincular al hombre a un Absoluto-Dios, Ser necesario y fuente de todo ser y valor, equivalía a suprimir su grandeza incuestionable, su libertad y creatividad, su autonomía, su responsabilidad ética y cultural con respecto a la historia y el mundo. Se decía – y se sigue diciendo – que para defender al hombre en su originalidad hay que negar a Dios…
Pues bien, el humanismo cristiano reaccionará frente a esta manera de pensar y sostendrá, en consecuencia, que la afirmación de Dios es, por el contrario, la garantía de la afirmación del hombre; defenderá que la grandeza del hombre no queda disminuida, sino más bien fundada y potenciada por la apertura a la realidad divina trascendente; argumentará que la “muerte de Dios”, lejos de favorecer el surgimiento de un nuevo humanismo, ha propiciado más bien filosofías, como el naturalismo y el estructuralismo, que han proclamado la “muerte del hombre”, e ideologías políticas que han aplastado la dignidad humana…
Este humanismo geocéntrico, en segundo lugar, no puede menos que pensar al hombre como una realidad que se define por el espíritu, portadora por tanto de un valor infinito y de una dignidad inviolable. El hombre es, en efecto, pensado como creado por Dios a su imagen y semejanza. El hombre es “criatura”, no es Dios; es, por supuesto, una realidad finita y contingente. Pero como criatura es imagen y semejanza de Dios, dotado de inteligencia para conocer la verdad y de libertad para labrar su destino personal y colectivo…
Cuando se afirma que el ser humano es una realidad que se define por el espíritu es esto lo que fundamentalmente lo que se quiere decir: su dimensión constitutivamente trascendente. Y en tanto que realidad espiritual, el hombre es un ser desajustado al medio y el mundo; forma parte, es cierto, de la naturaleza; es incluso su culminación, pero al mismo tiempo la trasciende. Si lo queremos ajustar, acomodar, reducir sus aspiraciones a lo que hay y ve, a lo que de hecho puede poseer, matamos su espíritu. Ésta es la razón por la que el humanismo cristiano del siglo XX se ha opuesto con fuerza a todos los intentos de naturalización del hombre y a toda clase de materialismos…
En tercer lugar, el hombre como realidad espiritual, posee un valor infinito y es portador de una dignidad inviolable. De nuevo, estas afirmaciones del humanismo cristiano se fundamentan últimamente en la fe. Por un lado, la encarnación de Dios: Dios, por amor, asume la condición humana, y con ello la eleva, recrea y deifica. Dios se hace así solidario desde dentro del hombre y su historia. La encarnación revaloriza la carne, pues al ser asumida por el Verbo, aparece como la condición visible de la presencia y acción de lo invisible. Pero sobre todo la encarnación, en tanto que acto de amor de Dios hacia el hombre, convierte a éste en realidad “amable”, siempre digna de ser amada y respetada. Si el hombre ha sido objeto del amor divino hasta ese punto, ello significa que es una realidad digna de ser amada en cualquier circunstancia y condición.



Por eso pudo escribir un filósofo español. “Si Dios se hace hombre, el hombre es lo más que se puede ser” (Ortega y Gasset). Por otro lado, ese Dios encarnado ha dado su vida por los hombres, ha derramado su sangre por ellos; hemos sido redimidos, comprados con su sangre (1Pedro 1, 18). Lo cual supone, por así decirlo, que el “precio” del hombre es nada menos que la sangre de Dios. O lo que es lo mismo: que nuestro valor es infinito, no equiparable a nada de este mundo; que estamos fuera de mercado, que no somos intercambiables por otra realidad; que somos, en tanto que hombres, realidades dignas. El hombre, en definitiva, no tiene precio sino dignidad; es una realidad sagrada. Todo hombre, sea cual sea su raza, lengua, nación, cultura posee esta dignidad; es una realidad única e incomparable; no es cosa manipulable según intereses o voluntades, sino un fin en sí mismo, como bien supo decir Kant
Hemos hablado siempre del hombre, del ser humano. Pero en el humanismo cristiano hay que hacer inmediatamente una precisión: el “hombre” de que se habla es la persona. El concepto de persona incluye, en una de sus dimensiones, una referencia esencial a los otros. Esto significa que el término “hombre” no debe pensarse como sinónimo de “individuo”; el hombre no es el individuo que se fortifica en su yo deseador y posesivo, que se erige en el centro de todo y todo lo pone al servicio del incremento de su ser, poder o derecho. Para el humanismo cristiano el “yo” sólo se constituye como “yo” desde un “tú”, desde los otros, en el “nosotros”. Los otros (la comunidad) no son un añadido accidental al “yo” sino un constitutivo formal suyo. La subjetividad es siempre intersubjetividad; la conciencia, reciprocidad de conciencias. El ser humano es inconcebible sin esa apertura esencial y primera a los otros.
Este humanismo, por esta razón, se opone categóricamente al individualismo bajo todas sus formas, incluyendo la interpretación individualista de los derechos humanos, para afirmar que “donación de sí”, “amor”, “entrega al otro”, “solidaridad gratuita” son las expresiones del “yo” que mejor describen la condición personal del ser humano…
En el siglo XXI se presentarán, y ya están presentes, nuevos riesgos y retos, así como nuevas posibilidades del ser humano, como, por ejemplo, la biogenética o el problema humano, social y cultural que suponen las migraciones, a los que el humanismo de inspiración cristiana está obligado a ensayar respuestas. Es de desear que lo haga y que se muestre así como heredero responsable de la rica tradición de pensamiento cristiano del siglo XX.

Nos hemos decidido a ofrecer el texto de Garrido, porque nos parece muy interesante y provocador de la reflexión. hemos destacado en negrita y verde un párrafo especialmente interesante en esta serie, dedicada a hablar de las relaciones personales y a la apertura del hombre a los otros.


Hasta aquí este nuevo artículo, un tanto sui generis, de esta última sección, dedicada a la voz de Jesús, dentro la serie sobre Voces griegas y latinas y sus reflexiones sobre las relaciones personales.

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